Por desgracia, Cúcuta se ha convertido en uno de los centros urbanos más peligrosos de la región; y es que el riesgo ya no es el común de caer muerto o asaltado, como en cualquier Cali o Caracas, sino que en este 2021 que termina se contaron casi por mes los ataques terroristas con explosivos y armamento pesado, y la gente ya lo piensa dos veces antes de salir a la calle.
Son muchos los motivos que han desatado esta situación crítica, empezando por una ubicación, no geográfica, sino política, que la sitúa en la frontera entre un mundo prácticamente sin ley y otro incapaz de hacerla cumplir. La paradoja, para empezar, es que de hecho Cúcuta queda en el verdadero centro entre Bogotá y Caracas, pero ninguna la trata como más que la periferia.
Nadie ha sufrido tanto y tan injustamente la tensión que han anidado por lo menos desde el 2008 Colombia y Venezuela, cuando después de que Colombia invadiera los campamentos guerrilleros en Ecuador Caracas le opusiera resistencia a Bogotá apostando tanques y soldados sobre el río Táchira, a quince minutos de Cúcuta. Recuerdo entonces los periódicos, excitados, que hacían cuentas de aviones y máquinas de guerra de cada lado; y también la curiosa tranquilidad de saber que, aunque los cañones apuntaran a Cúcuta, el problema no era con nosotros, sino con Colombia.
Era claro que mucha agua había corrido por el Táchira desde que se intentó hibridar estas dos (entonces tres y hoy, cuatro) naciones bajo un solo gobierno, pero por lo menos quedaba el consuelo del paso libre para un mismo pueblo que recorría lo que era una misma región, porque culturalmente en Venezuela —todavía— Cúcuta en sentido amplio abarca también Ureña y San Antonio. Hoy el paso por las fronteras regulares es la moneda de cambio con que los gobiernos de estos países se extorsionan mutuamente, con lo cual han causado que las personas se degradaran a la condición de mercancías de contrabando que se trafican por las trochas.
Tampoco hubo celebraciones ni declaraciones conjuntas en agosto, cuando se cumplieron los doscientos años de la Constitución de Cúcuta. Sí hubo entonces fiesta para la élite política de Bogotá y compañía, que duró tres días, con la ciudad militarizada y la población guardada en sus casas. Esta mezquindad de no compartir el triunfo con el pueblo que más lo merece quedará como memoria de lo poco que realmente Cúcuta tiene que agradecer, y en un futuro podrá servir como piedra de toque para su orgullo.
Quizás porque lo que hay detrás es una grandísima desconfianza de los gobiernos hacia su pueblo, cosa que no hace más que alejar a la gente de sus dirigentes. Para la muestra de un botón, en junio de este año, cuando explotaron un carrobomba en el batallón de Cúcuta, a poquísimos kilómetros de la frontera, el presidente de Colombia hizo su aparición en la ciudad después de medianoche y se fue antes del amanecer. El resto es historia: poco tiempo después regresó y le hicieron un atentado del que salió ileso, y después volvió nuevamente para celebrar a puerta cerrada la fiesta de la que ya les hablé.
Pero no se crea que es el presidente quien trae las desgracias con sus visitas, porque sería injusto decirlo. Desde entonces se han sumado los ataques demenciales, con explosivos de pequeño y gran alcance, que no todos llegan a convertirse en noticia nacional. El último que sonó fue al aeropuerto Camilo Daza, donde murieron dos policías; pero antes hubo por lo menos otros dos: una bomba cerca al Escobal, que dejó una transeúnte muerta, y el más absurdo, supuestamente motivado en que un guerrillero que venía del Catatumbo al pasar cerca a la Universidad Francisco de Paula Santander le pusieron una fotomulta, entonces a los pocos días le estallaron un petardo a la cámara. O eso dice la gente.
Y, caso aparte de la bomba contra el batallón, en que la inteligencia norteamericana ayudó a encontrar algún responsable (que resultó ser oficial en retiro del Ejército colombiano), ningún resultado han traído las investigaciones ni mucho menos se han traducido en judicializaciones ni condenas. Nadie sabe a ciencia cierta quién está detrás del pulso al orden público y a la libertad individual que se vive en Cúcuta. A lo sumo, la gente —que sabe más que los investigadores— se atreve a proponer unos cuántos quiénes: las guerrillas que viven en el Catatumbo, que en realidad son varias; se dice también que puede ser el Narco mexicano, de quien se sabe que reina en la frontera, aunque yo no he escuchado al primero de acento genuino; y ahora se empezará a hablar de Hezbolá y de Irán, para no hablar directamente del gobierno de Venezuela, a quien Bogotá se cuida de llamar abiertamente enemigo.
Para una región acostumbrada en las últimas décadas al paramilitarismo y a la guerrilla, no ha sido tan extraño recibir los emisarios de los carteles mexicanos, pero sí va a ser un choque tremendo sentir que llegó a este rincón del mundo el terrorismo islamista, que ya tiene grandes inversiones en el tráfico de cocaína desde Colombia y de minerales desde Venezuela; y que, vista la experiencia con grupos de simple alcance nacional, serán muy difíciles de controlar.
De este modo, Cúcuta está pagando el precio por un conflicto que no es suyo, que solo pueden resolver Bogotá y Caracas mientras Cúcuta se conserve como ciudad de Colombia, y que está asfixiando a la población, presa del miedo y la desconfianza hacia un sistema político que no les reconoce ningún poder.
Solo restar orar porque, en medio de la confusión que se viene, al menos las autoridades procuren tratar con respeto y sin despotismo a la gente: lo digo porque lo he visto.