Se va a cumplir un mes desde que un grupo de casi mil indígenas emberas provenientes del Darién, entre quienes contamos cientos de niños y niñas, se tomó el parque Nacional en Bogotá e instaló cambuches de plástico negro en los que han resistido el rigor de las lluvias y el frío promovidos por La Niña. La situación, que es una verdadera emergencia humanitaria, tiene impotentes a las autoridades distritales, quienes, no obstante, en ningún momento han osado desalojar a la comunidad o recuperar el espacio público (véanlo como prefieran).
Al principio la situación pareció manejarse con disimulo: los indígenas llegaron al parque y cohabitaron con los vecinos que solían pasear por allí; eso duró dos días porque, al tercero, debieron decir «Esta tierra es mía» y acordonaron el perímetro sur del parque, desde el monumento de Rafael Uribe hasta la calle 36, y montaron la guardia indígena y no pocas ollas de leña que huelen desde el otro lado de la carrera Séptima.
Es difícil no sentir compasión por la comunidad embera, así como por los distintos —y distintísimos entre sí— grupos indígenas en Colombia. No han faltado quienes les han llevado abrigo y comida, en una señal confusa de conmiseración; a lo mejor sea simplemente el buenismo que impera en el habitante promedio de Chapinero, que no puede con el sentimiento de culpa por su condición burguesa.
Y por otra parte es comprensible que deliberadamente los embera hayan elegido el parque Nacional para visibilizar el desplazamiento que han sufrido de su tierra, ahuyentados por la violencia y la miseria. Al fin de cuentas, en las baldosas del parque están bosquejados todos los departamentos de Colombia —también el Chocó—, y hasta hace poco se promocionaba como el parque de todos los colombianos, así como Bogotá se mostraba como la ciudad de los provincianos. Producto de esto, justificado o no, el Distrito está pagando de su presupuesto una crisis de alcance nacional; aunque esto quizás solo sea un costo asociado a ser la capital.
La cuestión es que la situación no solo es inviable —se cuentan más de cinco niños en cuidados intensivos por enfermedades respiratorias— sino también insostenible: cada día que pasa se cocina la tensión entre una comunidad ancestral con guardia y policía, y los simples bogotanos del común, que entre decencia e hipocresía se quedan callados, sin atreverse a preguntar hasta cuándo, porque la respuesta está a la vista: hasta que ellos quieran.
Pero para volver al origen, según informa EFE, la llegada de la comunidad al parque se debió a que muchos fueron lanzados de sus inmuebles arrendados en el sur de Bogotá; según denuncia en RCN Radio el secretario de Gobierno de Bogotá, el Distrito les daba la plata para pagar los arriendos, pero dizque los «líderes» se la bebieron; y que a las afueras de Bogotá les ofrecen el parque La Florida, donde ya vive otro grupo de emberas, y sin embargo el grupo del parque Nacional prefiere mantenerse a la intemperie, en espera —que no en búsqueda— de no sé qué que no les va a llegar.
Qué difícil es decir esto, pero evidentemente lo que está haciendo la comunidad es una vía de hecho, digamos, una huelga o una protesta, a la que no se puede sumar una más: no puede llegar otro grupo igual o más necesitado, igual o tan ancestral (¿los wayús; los barí?), a convertir el espacio de congregación nacional en un centro de conflicto.
Bueno es recordar que hubo un momento, antes de que cabaran las astas de los cambuches en la tierra, en que tal vez hubo oportunidad de prevención, pero entonces fue evidente la complicidad del Distrito con la comunidad.
Y que los que miren las ollas de sancocho con la piedad cursi del facilismo, que miren bien: no son ollas de sancocho: son ollas presión.