No es necesario dar ejemplos: en el mundo entero se juega con la lógica de los contrarios. De seguro es consecuencia del pensamiento binario, reforzado en la época de las redes sociales. Liberal, conservador; pacifista, militarista; globalizante, altermundista; etc., etc. Es la conocida estatregia del amigo-enemigo. Citábamos hace un tiempo en estas líneas a Canetti («Masa y poder») y hoy lo recuerdo de nuevo porque me pregunto si esa adicción a las redes sociales, a los memes, a los comentarios cargados de emoción, a la diatriba corta y punzante —como la caricatura de la que habla Juan Gabriel Vásquez en «Las reputaciones», como un aguijón untado de miel (pero, en este caso, sin miel)— sea la dependencia del individuo a la masa, a la multitud digital que abuchea y lanza piedras en forma de mensajes como en una descarga de ira diaria en contra de la polémica de turno.
No se trata de una estrategia para desesperar a la gente con tanto odio y malas noticias, por más que el oficio de agitador se haya reinventado y muchos políticos y opinadores —y youtubers e instagramers y tiktokers—mantengan a su horda de seguidores a punta de sarcasmos y ofensas que revelan una tensionada disposición mental, una infelicidad que los une. La cuestión es más amplia, es una técnica de discurso que solo admite un triunfador en un ambiente de competencia. ¿Efecto del capitalismo?, tal vez, pero creo que dejarlo en ese punto es ser demasiado cortos. Lo que veo es que el doble discurso de la nueva era —de la felicidad y la salud, por un lado, pero de la corrupción general del mundo, por el otro— revela una concepción pesimista y misántropa del mundo en la que los culpables son los otros (el régimen, para estos; la subversión, para aquellos) y las palabras y las imágenes que emitimos son la forma de castigarlos. Al final, somos muy parecidos los unos y los otros en lo más elemental: el deseo-necesidad de juzgar a los demás por no ser uno mismo y de castigarlos por esa diferencia.
Por supuesto, los medios de comunicación juegan un papel fundamental en esta carrera de obstinación, pues no son solo las columnas y las editoriales las tribunas desde las que se pide la lapidación o se defiende con cara dura las iniquidades, sino que desde los mismos titulares de prensa, tendenciosos e inflamados, se alimenta un sensacionalismo que pone en estado de pánico y ansiedad al espectador.
Ese puede ser el efecto, hacer vulnerable a la gente, hacerlos sentir enojados y minúsculos ante un mundo sucio y depravado, y en consecuencia, sentir miedo y volverse adicto al miedo, a las malas noticias y a los profetas de ellas. Tal vez por eso las grandes empresas tecnológicas —Twitter, Instagram, Facebook, etc.— se la están jugando tanto contra las noticias falsas como contra los perfiles meteóricos, para controlar la desbandada de desactivación de cuentas y suicidos digitales a causa de la ansiedad que su medio ambiente produce.
Hace ya diez años que escribimos este blog gracias a El Espectador y en varias ocasiones hemos participado de esta misma retórica de lo miserable que tanto vende y tanto daño hace. He visto cómo se han multiplicado las personalidades muy inteligentes en las redes sociales que se han vuelto expertos en el haiku inverso: la condensación de odio, sátira y mentiras en muy pocas palabras. Había pensado incluso en dar un paso al costado y dejar que los paladines de lo odioso dictaran el discurso. Pero sostengo la creencia de que el periodismo puede ejercerse con la mente abierta para buscar la comprensión más que la verdad, y sin reemplazar ni al juez ni al verdugo.
En cambio sí dejaré un ejemplo de haiku (Kobayashi Issa, siglos XVIII-XIX):
(…)
Tampoco yo he
encontrado un hogar
Tarde de otoño.Huye el rocío
En este mundo sucio
no hago yo nada.
(…)