Es difícil entender cómo, sin ninguna necesidad, Juan Manuel Galán se autoexpuso a un harakiri político al decir que si no obtenía la primera votación en las pasadas elecciones legislativas, renunciaría a su credencial de congresista.
No alcanzó a ser el primero, y ni siquiera el segundo en el Partido Liberal, pero con particular astucia dijo haber puesto a consideración del presidente del Partido, Simón Gaviria, su credencial. No cumplió, en todo caso, con su promesa, pues de haber querido sostener su palabra debió presentar su renuncia irrevocable y punto final, sin poner al pobre Simón en la tarea de cubrir con halagos su ligereza de palabra.
Pero supongamos, por un momento, que hubiese cumplido su promesa y ya hubiese renunciado. ¿Habría hecho lo correcto? Tampoco. Juan Manuel está en un laberinto que él propio se diseñó porque renunciar, o amenazar con renunciar —si es que no era una promesa sino una amenaza— también puede ser interpretado como un menosprecio a las más de setenta mil personas que votaron por él. ¿Por qué ese afán de ser el primero, por qué creer que con cien mil o ciento cincuenta mil se es más congresista que con cuarenta mil? Tiene tanto rango como respeto —incluso más respeto— la primeriza senadora Claudia López, con ochenta mil votos, que aquellos senadores de la U que obtuvieron una votación increíble.
El caso es que el senador Galán ni renunció, ni la puesta en disposición de su credencial será aceptada. La verdad, tampoco debe ser aceptada, pues resulta desproporcionado sacrificar una elección por una ineptitud pueril como esta, y no tanto por la dignidad de senador de Juan Manuel Galán, sino por el respeto que merecen sus electores que responsablemente se molestaron en participar en una democracia en la que pocos creen. Hay que invertir la premisa según la cual los políticos son los dignatarios de los cargos en vez de entender esos cargos como la representación de un electorado que merece ser honrado. Y honrar al electorado es precisamente no escupir promesas insostenibles.
En opinión de otros el senador sí debe renunciar, y —omitiendo un juicio de racionalidad— están en toda la legitimidad lógica y moral de decirlo: un político debe caracterizarse por sostener su palabra; y más cuando se trata de un político que se llama renovador del Partido Liberal. (A propósito, el Partido Liberal no necesita una renovación sino un poco de memoria para recordar a líderes como Francisco Javier Zaldúa, único presidente muerto durante su ejercicio, quien prefirió sostener su palabra y perder con rectitud antes que ganar con trampa, cuando tuvo que lidiar con los límites con Venezuela).
No se entiende si el mensaje de Galán fue un reto para motivarse o un desafío, una promesa o una amenaza a sus posibles electores. No se sabe si fue un capricho político o producto de la imprudencia. Sus palabras recuerdan el desafío de maleante que le hizo Rafael Correa a un caricaturista ecuatoriano: «si es valiente, póngase de candidato. No saca ni un voto», porque parece estar difundida la idea de que más es mejor y una votación astronómica legitima más que una modesta votación de esa que se llama «de opinión». Pero las palabras de Juan Manuel Galán no aclaran su intención.
Y en un oficio como el de él las palabras son importantes.
@VicentePerezG