Podemos estar mucho más influenciados por la idea heideggeriana de la punta de lanza de lo que creemos. Sobre todo cegados por los impresionantes avances tecnológicos hemos desarrollado un ideal de lo moderno y lo avanzado que hace contrastar estos tiempos con los apenas recientes, en que la humanidad parecía vivir de una manera tan primitiva y desconectada.
Los niños que hoy crecen van aupados en su diferencia por una sociedad que celebra el estereotipo del gamer o del friki excéntrico, aislado, conectado a una matriz pero desconectado de su historia.
Y el impulso de lo nuevo lleva a la conciencia de tener un poder insospechado por cualquier sujeto antes que nosotros y, por lo tanto, a confirmar el sesgo de que somos punta de lanza, y a subestimar todo lo elemental y antiguo.
Este creerse superior solo por ser posterior es una mezcla de estulticia e ingenuidad, que se ancla, como decía Bachelard, en un muy antiguo olvido. Entonces palabras como clan se sienten desuetas, ni siquiera pasadas de moda sino anteriores todavía a la moda misma.
Todavía hay una fe ciega en el poder transformador de la tecnología, como si a través de datos y periféricos fuéramos a encontrar la humanidad; mientras los trabajos manuales y las artesanías son vistas con condescendencia.
La ilusión que lo moderno causa se debe a la promesa de la completud del individuo, que sería casi absoluto conectado a la red abstracta a que van a fundirse las personalidades en un gran sistema que a todos nos permea, pero sin necesidad de sentirnos cerca ni que nada nos toque.
Es sabido que el conocimiento, como proceso, requiere una actitud o disposición del sujeto a conocer. Estas actitudes han sido tradicionalmente de respeto o reverencia, aunque desde Nietzsche empezamos a burlarnos del mundo o a pugnar con él. De la visión parroquial y comunitaria al individualismo exacerbado. Los hombros de los gigantes sobre los que nos veíamos de pronto hubieran sufrido enanismo.
Aunque la prepotencia es ridícula: es una creencia y apariencia de poder sin sustancia ni músculo. Hay una profunda debilidad en el individuo que, luego de cerrarse al mundo, descubre la soledad.
Sin embargo, este desagregarse el mundo en objetos y conexiones con que cada uno es un universo no puede esconder la silenciosa acumulación de experiencia y conocimiento que es la humanidad, como si hubiéramos levantado los pies de la tierra y fuéramos ahora hijos de un pensamiento interrumpido.
Aun recuerdo con frescura la impresión que me causó la agudeza de Engels para describir las tribus americanas en los orígenes de la sociedad. Pero recuerdo también subestimar estas palabras de tribu y clan, porque no veía el poder tecnológico del grupo. Tal vez todo se trate de reivindicar al mayor de los conjuntos, que, desde luego, no es uno mismo sino el que une lo presente y lo pasado, lo vivo y lo muerto.
Esta conciencia de hallarse en algo más grande, de abandonar los límites de ser uno mismo y entroncarse con una institución o una idea, en su versión más extrema conllevó a la ceguera del autoritarismo de los estados totalitarios, que veían por los ojos de sus burócratas y ellos ya no veían con ojos de hombres.
Pero, por otra parte, parece evidente la tendencia a agruparse y conformar unidades complejas como las sociedades actuales, en que la inteligencia se extiende a través de cuerpos e instrumentos que reproducen un discurso que, por ahora, es ruidoso y contradictorio.
Para poder escribir esto casi tengo que mirar con los ojos entrecerrados, viendo adentro y afuera.