
Resulta curioso que alguien, como han querido hacer algunos políticos latinoamericanos recientemente, pretenda constituirse en el nervio y corazón de esa masa informe, multitudinaria y vociferante que son las protestas que desde hace más de un mes azotan al Continente y hace una semana a Colombia. Lo resulta casi tanto como pretender calmar los ánimos con conversaciones sectoriales que no pueden satisfacer la frustración encapsulada de la muchedumbre indignada, mucha de la cual no sabe a ciencia cierta lo que quiere (¿quién lo sabe, al fin?) aunque otros muchos, sí.
Es paradójico, pero no sorprendente, las aparentes contradicciones no son más que la simplificación de las complejidades del problema. Desde hace décadas existe una lucha institucionalizada de grupos y movimientos sociales en contra de esas otras instituciones que son las oficiales, pero si algo ha avivado el fuego de las protestas —en sentido metafórico, porque en el real sería: si algo ha abarrotado las calles de gentes— es el sentimiento individual de insatisfacción y enojo de muchas personas que, sin nunca haber militado por una causa (ya que abundan los debutantes), se descubren a sí mismos extasiados, gritando vivas y hurras y mueras, cuando la situación aún no se ha tornado en una tensión latente o un enfrentamiento inminente con la Policía.
En Masa y poder Elías Canetti describió este mutuo encabalgamiento entre individuo y muchedumbre con la inversión del temor a ser tocado: “Sólo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto”. Pero ello no puede distraer de lo esencial: estos hechos, como las manifestaciones de principio de década en Europa, son el rechazo resentido, a modo de censura, de individuos descontentos con el establecimiento de cosas vigentes.
Que vivimos cegados por el poder que las instituciones tienen sobre nosotros, es algo bastante obvio. Empezamos a ver que protestamos contra la entelequia que es el Estado: ¿una idea?, no: una realidad social que pesa y transforma a los individuos, especialmente cuando se manifiesta en el odio o la imprudencia de sus agentes. De hecho, olvidamos que quienes actúan en su nombre son agentes, naturalmente no autónomos, que figuran bajo una cadena de mando, fuertemente jerarquizada, en cabeza de la cual está la persona del Presidente de la República (otra institución, hoy visiblemente debilitada).
La lucha del individuo con la institución es de historia dialéctica. Las instituciones, así como el orden y la autoridad, son requisitos esenciales para el ejercicio de la libertad (Cfr. Foucault y Jakobs, posturas diversas y concordantes en ello), pero su mayor o menor intensidad determinan también la mayor o menor intensidad de la libertad. En términos concretos: las posibilidades de hacer, de ser, de expresarse de un sujeto están condicionadas no solo por la tolerancia de los otros sujetos, sino por la existencia de espacios de libertad que pueden ser cerrados por las instituciones. Y es esta tensión la que se ha visto en la calle, escenario popular y de luchas políticas: el individuo reclama su derecho a expresarse y a nombrar con sus términos la realidad, como es vista desde afuera de los burós oficiales.
Entonces, ante lo impredecible del desencanto, quienes primero reaccionan a esta masa son las instituciones históricas: el Gobierno, los medios de comunicación, el mercado, nada más ver la devaluación de los pesos chileno y colombiano. Y la narración conocida, apoyada en otra, la más representativa y lamentable de nuestra historia: la violencia, ahora señalada desde lo oficial como vandalismo, o desde otra orilla como represión. Ideas, abstracciones. ¿Y los individuos? Imposible hablar con ellos.
Pero sí les va un mensaje: esta última conocida, de todas las que queremos rechazar, es la que debemos empezar por volver a discutir. Es la violencia el azote, garrote y látigo con que hemos aprendido a educar a los colombianos, como perros de Pavlov. Así también hemos aprendido que el Estado reprima a los ciudadanos: mediante un estado de cosas de hecho que reprime corporalmente las emociones, que permite institucionalizar al Estado, a la colectividad, en el cuerpo de un agente policial; y que permite incorporar la comunidad en un sujeto contestatario, que otros llamaran vandálico, de modo que pasados unos golpes, realizada la catarsis personal de unos u otros —usualmente más unos que otros—, se relega el conflicto al olvido, a la ignorancia, la omisión. Por eso sorprende que en medio de tanta violencia (trescientos policías heridos, según reportes oficiales) no se hubiera logrado al menos un número significativo de capturas o se hubieran reportado estadísticas de procesos contravencionales, por el simple hecho de que la represión institucionalizada se materializa en algo que no ha cambiado mucho en los últimos doscientos años: la confinación —ahora, al menos, pasajera— por unas horas en una cloaca sin medios para subsistir, como complemento del azote: si no basta con el látigo, buena pedagogía puede ser la inanición en lo que el Código de Policía ha llamado Centros de Traslado por Protección.
Como fuera, por crudo y doloroso que sea el conflicto en estas sociedades que con empeño llamamos liberales, mirado más de lejos, es también un síntoma de salud democrática y popular, una prueba sin duda turbulenta, aunque definitoria de los espacios apropiados por el individuo y de la capacidad de orden de la autoridad. Algo que, como bien ha señalado el presidente Iván Duque, se puede resolver con el diálogo institucional. Para decir la verdad, solo se puede posponer, hasta que el individuo vuelva a irritarse con la masa en una lucha pendular. Dijimos que sobrarían las paradojas.