Con curiosidad y una pizca de lagartería fui hace un año a la posesión de Jairo Yáñez en la biblioteca pública de Cúcuta, Julio Pérez. Un amigo me consiguió un puesto adelante y me dije: ¿por qué no? Pero el encanto se disipó rápido cuando el nuevo alcalde cogió su megáfono de campaña para ofrecer su discurso inaugural. Primer signo del candidato que no se sabe quitar el traje de aspirante. Y luego, en sus primeras frases, me escupió en la cara con la metonimia dedicada a Venezuela como «el vecino», una forma cobarde de decir «el enemigo». Y con eso me bastó para sentir su deshadado tino, que para la ciudad, desde entonces, ha estado plagado de desatinos.
Es evidente que la reverencia que consigo trae la edad no es suficiente para tener autoridad ni criterio, y Yáñez es un ejemplo de cómo pasa el tiempo sin que su paso traiga talento —que suele ser innato— ni preparación. La falta de pericia del alcalde en cuestiones políticas quedó desnuda en la primera semana de su mandato con la destitución de importantes funcionarios que no eran de su gusto, hechas de un plumazo, sin competencia, o sea, por mano propia. Y luego, con las seguidillas de renuncias de secretarios de gobierno –todos jovencísimos y de buenas familias, para contraste y matiz— se ratificó la ausencia de proyecto y de timón. De tantos errores, el que más me dolió fue la bestialidad de demarcar el espacio público (de la Nación) para regalarlo, concederlo o, por lo menos, reconocerlo a los vendedores ambulantes de la calle Sexta. Otra vía de hecho, auspiciada por su secretario de Gobierno, quien a la postre sobrevivió a una imperfecta moción de censura, pero se cayó de la silla.
Por muchos días me pregunté si tales actos, además de afectar obviamente el patrimonio y la cultura de los cucuteños, serían un delito, digamos un prevaricato o un peculado. Me lo pregunté en serio, absorto ante la complicidad de los periodistas de la prensa escrita, hasta que me convencí de que no lo eran, ni por parte de Yáñez ni de su exsecretario Cuadros, porque les faltaba lo principal, el ánimo criminal. Pero, en cambio, su imprudencia había sido tan grave que solo se podría cometer amparado en el desconocimiento de nuestras más elementales leyes. Esto tiene un nombre en el derecho disciplinario, que me parece de precisión quirúrjica: ignorancia supina. Y es por esta razón por la cual, tal vez el alcalde no sea destituído —que podría—, pero tiene todos los méritos para ser revocado.
Quizás lo único positivo de la historia de Yáñez como alcalde hubiera sido su elección, creo yo, limpia y conseguida a pulso contra las maquinarias clientelares. Pero no nos engañemos: fue un triunfo de los cucuteños, un gesto de madurez política. Se dice también que, con su revocatoria, esos mismos clanes mezquinos y corruptos se verían beneficiados y que, incluso, estarían apoyando el proceso de revocatoria. Pero no nos engañemos por dos: es sabido que el alcalde no tiene ningún manejo político en la ciudad y se dice, de buenas bocas, que inclusive ya ha empezado a negociar y transigir ante el poder político del pasado. Por eso su permanencia en el cargo es un riesgo para las banderas de independencia e integridad que prometieron defender él y su partido.
Si la ciudadanía saca adelante un proceso democrático de reproche por la insuficiente labor del alcalde Yáñez, sería la verificación de que la conciencia política está despierta en Cúcuta. Somos un pueblo bravo y exigente, que no nos conformamos con las buenas intenciones que quedan en el horizonte, mientras buscamos nuestro rumbo al Norte.