Hace una semana, abrigados bajo una carpa frente a la plaza La Santamaría, un grupo de novilleros está en huelga de hambre porque piden que regrese la temporada taurina a Bogotá, pues desde que fue suspendida en 2012, las consecuencias han trascendido el orden cultural afectando seriamente un complejo gremio de trabajadores y empresarios que dependen de las corridas de toros para su sustento.
La escena es impactante: con pendones que defienden su causa colgando de las paredes de la plaza de toros, estos hombres pasan día y noche a la vista del público, en un acto válido de protesta que es de los más desgarradores: renunciar a comer, porque dicen no querer comida si tienen hambre de toros, habiendo tenido que ser trasladados algunos de ellos a centros asistenciales por su estado de debilidad.
Cualquiera puede estar en desacuerdo con las corridas de toros, y pueden sobrarle los argumentos para condenarlas y rechazarlas rotundamente, pero nadie puede desconocer que el público y los trabajadores que sostienen esta tradición son una minoría y que como tal merecen al menos ser escuchados y respetados. Los argumentos en contra de las corridas de toros -muchos de ellos ignorantes y frívolos, en realidad, pero otros tantos muy serios-, parten de una consideración subjetiva de la justicia y rondan un sistema de valores que causa controversia con los simpatizantes de la tauromaquia. Eslóganes estúpidos como que las corridas no son arte ni cultura restringen los conceptos solamente a lo que creen que es o que debe ser el arte o la cultura y desconocen una tradición antiquísima que ha creado una identidad alrededor de esa costumbre, que, de nuevo, puede ser desagradable para muchos, pero no por ello debe ser silenciada con el autoritarismo o con el capricho populista.
Todo lo anterior no es para defender la tauromaquia, pues mejor que lo que lo haría yo lo hace, por ejemplo, Fernando Savater en su libro Tauroética: un ensayo interesante para conocer un punto de vista serio y depurado del calor pasional que defiende puntos elementales del uso de animales en espectáculos como las corridas de toros o las carreras de caballos. Todo lo anterior es para reprochar la actitud de la alcaldía mayor de Bogotá, en cabeza de Gustavo Petro, por su actitud pedante y sorda, que, si bien no rechaza el derecho a la huelga de los novilleros, tampoco ha dado ni una palabra de conciliación y diálogo para una comunidad que es minoría y que como tal ha sido protegida por la Corte Constitucional en al menos dos sentencias, teniendo en preparación otra que muy seguramente volverá a proteger las costumbres de los seguidores de la fiesta brava. Es curioso que Gustavo Petro se haya martirizado como cumplidor de una sentencia de la Corte Constitucional para defender su modelo de basuras y omita la jurisprudencia que, entre otras cosas, ha declarado constitucional la ley que reglamenta las corridas de toros. Tal cual, la ley es ley cuando nos conviene.
El alcalde de Bogotá ha cumplido con una propuesta de campaña y ha complacido a una gran mayoría de bogotanos que creen que es una crueldad hacer de la muerte de un animal una fiesta, pero a la vez ha mostrado su cara autoritaria, recalcitrante y populista al negarles el mínimo derecho a la controversia con argumentos y sin esconder un ataque a la comunidad taurina detrás de unas obras y otras estrategias que sólo tienen por fin evitar que las corridas de toros regresen a Bogotá.
No escondo que en lo personal me horroriza la muerte de un animal. Pero me dolería más la muerte de un novillero.
¿No se prohibirían también el boxeo, unas cuantas religiones y muchas costumbres indígenas si lo permitido dependiera solamente de la estética y las creencias mayoritarias o de las de un gobernante?