Es una posibilidad que la cuarentena coactiva sea la peor de las opciones para hacer frente a una pandemia. Digo que es una posibilidad, o sea que no hay que creer en ella ciegamente, con la fe religiosa con la que lo han hecho muchos gobiernos y políticos, que antes de esto se distinguían más o menos, pero terminaron siendo todos más conservadores que los provida. Iván Duque y Claudia López son la muestra del botón.
En cambio, se ha criticado tanto al presidente norteamericano Donald Trump (y al ministro británico Johnson) por no seguir cada recomendación de los «expertos». Vean: esta experiencia ha enseñado también que las palabras «progresismo» y «liberalismo» son conceptos hegemónicos. Como la hegemonía peligrosa que se ha montado con el contubernio entre científicos y gobiernos, que es como un orgasmo positivista: científicos que nadie ha elegido para gobernar nuestras libertades ahora son obedecidos con docilidad por los representantes de la democracia. Y no solo: el problema está no tanto en las recomendaciones de los científicos (que muchas, como la distancia física entre humanos, pueden ser prudentes), sino en que quieran imponer sus recomendaciones con el poder de la ley, que nos amenacen su desobedecimiento con las sanciones y los castigos.
Tanto se nos ha dicho de que tenemos que aprender a vivir con la pandemia. Es cierto, pero también al revés: los Gobiernos tienen que aprender a vivir ellos con sujetos libres que viven en medio de una pandemia, y no por esto último anular la libertad. También los científicos se pueden equivocar, por supuesto, en términos científicos, y como he dicho antes: muy poco saben muchos de las libertades civiles y de lo que nos ha costado conseguirlas. Nada más su actividad profesional, la investigación y el experimento, son logros conseguidos a punta de desmontar las verdades absolutas de tiempos olvidados que incautamente pueden revivirse con mecanismos sociales como las cuarentenas coactivas. Digo coactivas y no «obligatorias», como ha bautizado la suya, por ejemplo, el Gobierno colombiano, porque la obligación perfectamente puede ser sujeta a la voluntad de obediencia del sujeto, bajo su propio riesgo en el desacato. Pero lo que hemos visto va más allá: se han levantado todos los medios de coacción estatal, desde la Policía hasta la Fiscalía, para cortar de tajo la más minima de las libertades, la de moverse como los animales. Ahora, la de pensar no nos la pueden quitar con un simple decreto.
Lo que vemos hoy en Occidente es el restablecimiento del Estado de policía, reforzado con las técnicas de control de la tecnología moderna. Las funciones latentes de esta parálisis social son ya conocidas, con énfasis especial en la bancarrota económica. Hay otra función, que pudo empezar como latente, pero poco a poco se ha ido moviendo al campo directo de las intenciones manifiestas del control: perseguir todo lo que parezca placer o diversión, como si fuera un agravante. Está en las noticias: la Fiscalía persigue a quienes salen de fiesta, a quienes arman fiestas en sus casas, a quienes se escapan a un motel. Y a la alcaldesa Claudia López, por salir con su pareja mujer (esta última, a quien la Corte Suprema no quiso abrir investigación «por falta de relevancia penal» del hecho, ni aceptó averiguar cuál era su preferencia de género para efectos del toque de queda). Los más radicales ultramontanos estarían complacidos.
Se ha cambiado el paradigma liberal a algo así como «todo lo que no está permitido, está prohibido». Todo esto es, desde el punto de vista del sujeto libre y dotado de dignidad, tesoro de la civilización moderna, una reducción al paternalismo: nos tratan como si no fuéramos capaces de cuidarnos a nosotros mismos, y nos refuerzan el deber de autocuidado con la amenaza de sanciones. Para hacerlo, se han servido de maniobras legales como suspender y reactivar los estados de excepción como en un coitus interruptus, a ver si así se salen del límite temporal de la restricción a las libertades que impone nuestra Constitución. A decir verdad, si no existiera la Policía como un sabueso merodeando en las calles para pescar a quien se atreva a salir de su casa, yo tampoco saldría: sé que es riesgoso hacerlo. Pero solo saber que no lo puedo hacer, de todos modos, de ninguna forma porque se ha criminalizado andar por el mundo, me parece inaceptable: deciden por mí hasta lo más mínimo —si quiero exponerme a morir, como es el derecho y el destino de cada cual—, lo cual es indigno.
Como dije arriba, es la persona, el individuo racional, el fundamento de nuestra civilización. Lo cierto es que la pandemia del coronavirus ha reducido a los individuos a meros números: un contagiado menos, un muerto más. Como diría Foucault, no se interesan en la persona ni en el pueblo (tan callado estos días), sino en la población, como si fuéramos tanto como un cardumen. Y mientras tanto, así como calla el pueblo y silencian al individuo, las Cortes se hacen las de la vista gorda.