Blog de notas

Publicado el Vicente Pérez

Deforestación en el Catatumbo

 

En el año 2019 Norte de Santander fue el departamento más deforestado en Colombia, de acuerdo con el más reciente reporte del Ideam. El Ministro de Ambiente, aunque orgulloso por la reducción en la tasa de deforestación del Amazonas, no puede disimular la tragedia que vive la selva del Catatumbo, absolutamente marginal y periférica, que se consume por la tala de las especies nativas y el envenenamiento impune del río que lleva su nombre con el petróleo que hace casi un siglo es explotado sin la menor retribución en su favor.

Es notorio que a ningún gobierno le ha importado apropiarse de las profundidades del territorio colombiano, por pobreza, es cierto, pero sobretodo por desidia. Apenas en esta década, con el provisional desalojo de la serranía del Chiribiquete en Guaviare producto de las negociaciones de paz, el gobierno de Juan Manuel Santos se enteró del arte rupestre en piedra que llevaba esperando más o menos 22.000 años a ser descubierto (por decirlo de algún modo). Es decir, más o menos, que nuestro nivel de sofisticación en términos forestales no alcanza a competir con el paleolítico tardío.

Tiempos esos en los que no existía el narcotráfico, ni la minería a cielo abierto, ni la invasión de terrenos ejidos para agricultura o ganadería. Pues la pérdida de bosque no solo es a causa de los cultivos de coca, como pretende explicar el Gobierno, ni solo por la acción del ELN y el resto de grupos armados que transitan el Catatumbo, sino, especialmente, por la mora histórica del Estado colombiano de penetrar en su territorio y partir de su control y administración. Con la deriva del proceso de paz también se ahogó la esperanza de que el control territorial fuera una política de Estado y no solo una estrategia de táctica militar.

Tradicionalmente se ha aceptado la relación entre la violencia y la falta de control del territorio por parte del poder central. Pero no es solo por el abandono de la periferia, sino, especialmente, del territorio marginal, donde solo sobrevive la humanidad en condiciones de criminalidad: donde se han resguardado las guerrillas durante décadas, o sea los parques nacionales como la serranía de la Macarena o el Catatumbo Barí. Es claro que hasta que no se asuma una política decidida por el control natural en Colombia, el narcotráfico seguirá creciendo como incendio y la operación estatal, ciega, seguirá creyendo que la selva son solo los laboratorios de coca o las minas de oro o de carbón.

No basta con la acción del Ejército, que además, por cuestiones de estrategia o de “costo de vidas” prefiere apoyarse en las incursiones de la Fuerza Aérea. Tampoco podremos apoyarnos ahora en los indios motilones, ocupantes centenarios del Catatumbo que han sido reducidos a un resguardo que no cobija ni la tercera parte de su territorio original. La verdad es que son unos pocos científicos, ingenieros y antropólogos, que casi con temeridad siguen explorando el país, con la certeza de que de tanto en tanto resultarán asesinados, como se ha visto recientemente en Magdalena. El control ambiental no es un deleite de ecologistas sino una cuestión de seguridad nacional.

Y a todas estas alturas, la principal respuesta al ecocidio de los bosques en Colombia proviene del Ejército en forma de aspersión aérea de glifosato, práctico veneno. Pero completamente inútil para dominar la selva. Y para acabar con las inequidades que son la verdadera raíz del cultivo que pretenden eliminar.

Tampoco basta con la preocupación del Ministerio de Ambiente ni con las alertas reportadas por el Ideam. En Colombia urge la articulación de un sistema intersectorial apoyado en el Ministerio de Defensa que implemente la red de guardabosques nacionales.

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