Me siento decepcionado: los congresistas no van a trabajar. Una lástima y una alegría: yo, que iluso pensaba que harían de la Plaza de Bolívar un Foro romano, descubrí que no solamente a los analistas de fútbol les pagan por hacer nada.
Pero resulta que no toda la gente se deprime como yo, que cada vez que veo al ministro Cristo gagear en las plenarias en defensa de las reformas constitucionales para el concierto de La Habana, extraño las épocas en las que Serpa, sin canas en el bigote, arengaba sus catilinarias con el acento de Santander. La gente sí es envidiosa, no es fácil aceptar que alguien se gane veinte, treinta millones tan fácilmente. ¿Pero qué son veinte o treinta millones con esta inflación, con esta devaluación? No alcanza ni para el arranque de la gasolina, diría mi paisano Juan Manuel Corzo, y tiene razón.
Creo que puedo ir más allá y proponer una obscenidad: que los congresistas se suban su salario, a un nivel decente, del tipo de un país que aspire a entrar a la OCDE. ¿Cuánto será necesario, incluidas consideraciones sobre la paridad del poder adquisitivo? No digamos los casi 250 mil dólares anuales que ganan en Chile, sino, por ejemplo, 150 mil, que ganan en Italia. Más o menos treinta y cinco millones de pesos anuales (un poco más). Pero con una condición.
Creo que fue Claudia López la que, en una afectada alharaca populista dijo, en un impulso metafórico desafortunado, que los congresistas ausentes nos roban dos millones de pesos por cada sesión a la que faltan. Y ella misma fue la que criticó al partido uribista cuando anunció su protesta para boicotear las sesiones hace unos meses. Bueno, pues fue el senador Rangel, del partido de Uribe, el que propuso el mentado proyecto de ley para regular el ausentismo en el Congreso. Y ya sabemos por qué se archivó.
Sin embargo, la buena suerte que nos acompañó con el archivo del proyecto, fue estropeada por la miopía de los periodistas, que ven como una paradoja lamentable que un proyecto sobre el ausentismo se hunda por falta de quórum. Es que a veces las verdades no son tan intuitivas. ¿Se imaginan el éxito de un proyecto así? ¿Tener que soportar que los congresistas trabajen con sus malas ideas, que se traducen, naturalmente, en normas? Es preferible soportar la carga de unos sueldos encorbatados que resulten inanes, a tener a los cicerones preocupados por qué nueva ley dañina crear, qué articulito modificar. O sea, más impuestos, más códigos de policía, cosas así. Ténganlo por seguro.
Y no. Estoy seguro de que la propuesta razonada, de verdad, es regular el ausentismo pero para establecerlo de manera obligatoria. Yo sé que suena exagerado, y a lo mejor les daría pudor que piensen que no trabajan, qué mentira, así que, en contraprestación, deberíamos subirles el sueldo a cambio de su silencio, y de su amable complicidad con nuestra tranquilidad normativa.
Piénsenlo bien: si quienes tienen el poder de decirnos qué hacer, no saben qué decir, es mejor que no digan nada, que se callen, y que no mojen micrófonos ni publiquen comunicados en los que no creen ellos ni nosotros. Una buena idea sería limitar la asistencia de los congresistas a las sesiones, a, digamos, tres por mes; y para sus intervenciones, que puedan hablar, máximo, dos. El problema que no resuelvo es qué hacer con Claudia López, que no habla sino cacarea.