Por: Mariana Arrubla (@marianaarrubla)
El miedo es una enfermedad también. Me paraliza, me anula. Yo no lo sabia y ahora lo sé”
Mario Vargas Llosa- Travesuras de la niña mala.
Me criaron en una familia católica y conservadora. Mi colegio- muy similar a mi familia- me inculco los valores religiosos desde que tenía cuatro años. Crecí en Medellín, una ciudad donde todos tienen miedo de ir al centro porque los atracan, de salir por las noches porque los violan o de ser ellos mismos porque los juzgan. Y si repasamos de forma rápida todos estos acontecimientos, el miedo protagonizó en gran medida todas las enseñanzas y herramientas que me dieron para afrontar la vida
Así las cosas, por culpa de ese miedo crecí con un montón de paradigmas que vistos en retrospectiva fundaron muchos de los problemas que hoy acechan mis días.
Me daba miedo darle un beso a un niño, y me aterraba la idea de quitarme la pijama azul (es decir, perder la virginidad en términos de mi colegio) porque el castigo de Dios estaba esperándome a la vuelta de la esquina. Los adultos siempre tenían la razón, y contestar o argumentar mi punto de vista me hacían una niña grosera y contestataria, el castigo en cualquier de sus manifestaciones llegaría de igual forma. Pensar diferentes a mis amigas, querer estudiar una carrera no convencional, o incluso ir a lugares que se alejaban de lo que cotidianamente visitaban me asustaba terriblemente, sentir que la soledad y el rechazo social podrían hacer parte de mi cotidianidad me retraía a hacer lo que verdaderamente quería. Salir sola, visitar el centro de mi ciudad o caminar por la calle de noche, me aterraba un montón, sentía el cuchillo del atracador siempre en la nuca.
Al final estaba convirtiéndome en un ser humano dependiente, la seguridad estaba puesta en los demás y mis comportamientos estaban siempre condicionadas por un agente externo, quien a partir de su aprobación o desaprobación, de su castigo o beneplácito decidía que hacer con mi vida, una situación absolutamente absurda.
Me estaba perdiendo de vivir una ciudad hermosa, de conocer personas diferentes, de disfrutar del placer, de comer sin culpa, de enamorarme sin remordimiento, de luchar y defender mis ideas con capa y espada. Me estaba perdiendo la delicia de saborear el mundo con libertad.
Un día, al ver que nunca hacia lo que realmente quería, sino lo que no me daba miedo hacer, entendí como esa educación fundada en el temor y los castigos lo único que hacía era robarme la posibilidad de vivir el mundo con la intensidad que merece ser vivido.
No quiero afirmar que la educación en los colegios católicos o la formación conservadora estén necesariamente mal, pues el miedo es una emoción tan maleable que puede acompañar incluso los discursos ateos o revolucionarios. Lo que quiero decir es que educar hombres y mujeres en el corral del temor lo único que hace es crear humanos dependientes, y aun peor humanos condenados a no ser libres.
El miedo acérrimo por la vida y sus consecuencias es una enfermedad, y durante muchos años nos ha paralizado, ahora lo sé y por eso me aferro con toda la fuerza del mundo a la libertad, a construir mis propios temores, y a tomar mis propias decisiones, porque vivir una vida condicionada por lo que los demás esperan de mí, es una vida que no valdrá la pena ser vivida.