Por: Luis Gabriel Merino (@luisgabrielmeri)
Una palabra nebulosa que ha sido utilizada en múltiples contextos, que quiere decir mucho pero que da la impresión que se queda en poco. Reconciliación es una palabra que se acuña cada vez que se habla de conflicto armado y aunque no dudo que es una de las tareas pendientes más importantes en Colombia, tengo la impresión que se nos presenta de una forma inocente: un mundo sin izquierdas ni derechas, sin diferencias y en consenso eterno. En contextos católicos, inclusive, significa algo así como ser perdonado por los pecados cometidos después del bautismo como requisito para rencontrarse con el Padre. Sacramento le llaman, y de los más importantes.
Pero revisemos la etimología de la palabra: volver a convocar a alguien a ser parte de un concilio, de una reunión, a una asamblea para llegar a acuerdos, dice algún diccionario. Parece entonces que reconciliación no tiene nada que ver con abrazarnos entre víctimas y victimarios, ciudadanos y grupos armados ilegales, Uribistas y Santistas, eternamente en campos florecidos. Parece que no es ningún acto sacramental. Es volver a sentarnos, después de serias diferencias, a iniciar nuevamente esfuerzos para tratar de llegar a acuerdos conciliados.
Reconciliación no excluye los opuestos. Es volver a sentarse a trabajar, así mantengamos distancias y estemos en orillas diferentes. Todo polo se define en cierta medida por los límites de su antipolo; toda tesis necesita, busca y crea su antítesis. La diferencia es sana y el contraste es inevitable y necesario. Por eso el camino del centro es el más difícil, ya que exige determinación y constancia. Es fácil caer en extremos; hay que pensar menos y se siente uno menos solo.
Reconciliación tampoco implica olvido: otra falacia. No es el hecho de devolver a la víctima al estado que tenía antes de que fueran violados sus derechos. Inclusive en el caso que se restablecieran los derechos violentados, las consecuencias psicológicas no se borran por decreto. Permanecen y se mantienen de forma individual, en muchos casos hasta el final de los días. Reconciliarse no es volver al estado inicial de las cosas, es poder continuar y seguir trabajando después de que el estado de cosas se modificó.
Para esta tarea los imaginarios y los símbolos son fundamentales. La palomita en la solapa del presidente, y el exceso de la palabra Paz, ya dice muy poco. Necesitamos símbolos nuevos, ricos en sentido y pasar del slogan al acto. Se busca un líder que logre unir lo que parece que no tiene unidad. Lincoln lo hizo en el discurso a Gettysburg entre Confederados y Unionistas, precisamente al término de una guerra civil, y por eso más que ningún otro, representa ahora el espíritu de todo un país.
Dice Murakami que “Los corazones humanos no se unen sólo mediante la armonía. Se unen, más bien, herida con herida. Dolor con dolor. Fragilidad con fragilidad. No existe silencio sin grito desgarrador, no existe perdón sin que se derrame sangre, no existe aceptación sin pasar por un intenso sentimiento de pérdida. Esos son los cimientos de la verdadera armonía”. ¿Seremos entonces un país unido, décadas después de acabar con el capítulo conflicto armado? Nos unen las mismas víctimas, el mismo dolor y las mismas heridas, precisamente, como dice el novelista japonés. Estoy optimista.
Entre paréntesis: bastante cercana la frase de la semana “Si me voy, nos vamos todos” con “Si no es pa’ mí, no es pa’ nadie”. Colombia, país de frases.
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