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De muertes dignas y dolores que no lo son tanto

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El viernes 5 de junio mientras estaba en la clínica Medellín viendo a mi abuela entubada y recién conectada a cables y aparatos que potencian su vida artificial, recibí una llamada que me proponía un diálogo entre amigas. Una nueva conversación. Irónica o caprichosamente el tema que me informaron debía estudiar fue la eutanasia. Hoy, una reflexión sobre la vida digna y los caprichos familiares de sostener cuerpos para no sentir dolor. Un homenaje a la mortalidad y un rechazo absoluto a la idea de seres inmortales.

Siempre me ha costado mucho entender el temor que algunas personas sienten sobre la muerte. Las proclamas de libertad y de vida digna que unos tantos hacen, me han sonado falsas y huecas, además de inverosímiles, cuando se llega el momento de tomar una decisión que, como nunca, se traduzca en realidad palpable: en un estado final de las cosas.

Muy pocas personas de las que conozco están capacitadas para entender que cuando la vida pasa por la máquina registradora, también se está comprando la muerte. En un sentido metafórico casi nadie es capaz de “amar” una vida bajo la sombra de su descenso final.

En cambio, sí abundan quienes desean conservarlo todo. Por lo general solemos sentirnos más cómodos, y bastaría con que nos observaramos frente a una cama de hospital, con la presencia de las personas, sea cual sea su estado. Moribundo o no, nos aferramos a ese cuerpo que se instala  a veces entre tubos y aparatos que vuelven la vida un artificio. Desprenderse no es una opción.

Acomodados en un estado que pareciera natural olvidamos el sentido de la vida. Ese disfrute que se vuelve movimiento, conversación, entregar y recibir amor a consciencia. Le cedemos el paso al dolor y junto al poema mueren la libertad y las proclamas a favor de una vida digna.

El dolor de la muerte llega con miedo. No miedo de que el otro parta; por el contrario es un miedo a enfrentar su partida. Egoismo, incluso, en muchas de las ocasiones. ¿Temor a la muerte o pánico al dolor de dejar de ser un hijo, un nieto, una madre o una abuela?

Hace cuatro años dejé de ser una hija y jamás volveré a ser la hija de nadie. Y, con orgullo, ese mismo que muchos critican y señalan, puedo decir que dejé de serlo asumiendo que dolor y soledad son dos motores que a veces se prenden para señalarnos que estamos vivos. En la madrugada del 24 de febrero del año 2011 decidí no conectar a mi padre a tubos que le ayudaran a respirar. Tres minutos después, murió.

Hoy, a casi cinco años de que se apagara el viejo, el velo de la muerte vuelve a intentar caer frente a mis ojos. El viernes 5 de junio mi abuela fue conectada a tubos que le ayudan a “respirar mejor”, cómo si uno pudiera sentir el aire de las montañas por medio de un respirador de clínica.

En esta ocasión poco tiempo hubo de opinar al respecto y la palabra reanimación recorrió las salas de espera y el sistema nervioso de mi madre que no tuvo tiempo de entregar una respuestas definitiva. Desde entonces han pasado cinco días y su estado es, como las relaciones sentimentales más odiosas y ausentes de pasión: estable.

Al verla amarrada en una cama que huele a mucho alcohol, que pita cada cierto tiempo y sabe a señora pulcra y limpia, pienso no solo en la fragilidad de la vida; también, en el poder que como humanos deberíamos tener sobre ésta cuando se torne amarga.

Cuando escribo estas líneas pienso en palabras como eutanasia y muerte digna. Sostengo en mis devenires mentales que todo es paulatino; pero sin duda – en cierta parte de la población – se requieren cambios de constumbres. Nuevas tradiciones más cercanas a la risa que a una idea potente de Dios. Aprender que todo final siempre tiene su defecto.

Me acerco para mirar a mi abuela y veo una decisión que se aleja de los alegatos de libertad y que se aproxima más a esa extraña costumbre humana de sentir temor frente al vuelo de los pájaros.

Al final, todo es una cuestión de costumbre, y el amor tiene poco que ver con ello.

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