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Contando Ovejas 2. Del miedo al baile, cotidiana rigidez

Porque los verdaderos hitos no caben en tan solo unas decenas de líneas y espacios, en un centenar de trazos y palabras, porque allí donde descubrimos nuestros mayores miedos y debilidades, merecen más que un breve relato y es por eso que me atrevo a continuar con el conteo de ovinos que había iniciado en mi columna anterior.

Para quienes desconocen el animal del cual estoy hablando, me refiero más precisamente al Festival Nacional de Gaitas Francisco Llirene, evento cultural que se lleva a cabo en la localidad de Ovejas, municipio de Sucre, donde cada año llegan a participar más de 70 grupos provenientes de todo Colombia. La fiesta se arma con un par de gaitas y un trío de tambores que no dejarán de vibrar durante los 3 días de festividad y donde los cuerpos de los asistentes no dejarán de moverse al vaivén de la música de la región. Y es que así sucede en aquél territorio escondido entre montañas, donde han logrado mantener incólume las tradiciones de quienes algún día todavía no precisaban de palabras para llevar a cabo “el cortejo” sino que se valían del lenguaje de sus caderas y el hechizo de sus movimientos para cautivar a su pareja.

Ojos clavados el uno en el otro como si todo alrededor desapareciera por completo, abandonados plenamente en nada más que en el meneo de sus cuerpos y la agitación de sus figuras al ritmo de un merengue que los cautiva a más no poder. Sin pretensión alguna de quién destaca ni en la búsqueda de presumir frente a quién observa, el baile pareciera ser en aquella región un verdadero lenguaje, donde sin temor a lo único que les pertenece, el cuerpo, se desentienden de lo mundano que los amarra y se elevan en una danza que los lleva a un estado que es para mí completamente ajeno y sobrenatural.

Y es que en mi condición de “cachaca”, al sentir el latir del tambor recorrer todo mi cuerpo, no podía evitar mover los pies y hasta un poco de “lao-a-lao” se me escapaba entre canciones, pero eran mis propias piernas quienes se encargaban de detener de inmediato tan foránea condición, de devolver a mi cuerpo a su acostumbrado silencio, a su cotidiana rigidez. Porque me enseñaron que la vida se pinta “sin salirse de la raya” y no hay más manera de llenar una página de color, que lo repentino e inesperado no tiene cabida en nuestro horario y que el cuerpo debe mantenerse inalterado y el cabello peinado para no “desentonar”. Y es que tanta línea recta y tanta escuadra, tanto semáforo en la esquina y tanta pantalla que me domina (porque sería un atrevimiento referirme al “nos”) han terminado por acabar con mi capacidad de abandono, con la franqueza de mis pasos, con lo espontáneo del ayer. Pero seguiré contando corderos,  borregos y carneros en búsqueda de respuestas, en búsqueda del porqué.

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