El presidente colombiano decretó alerta roja: el nivel del agua del río más grande del país nunca había estado tan bajo.
Algunos de sus principales afluentes parecieran estar agonizando. Los ríos que nutren al Magdalena ya no alcanzan colmar la sed que trae luego de atravesar 1.500 kilómetros antes de desembocar en el océano. En sus puntos más críticos no alcanza a cubrir ni siquiera la altura del hombre promedio, por lo que muchos ya comenzaron a cruzarlo a pie.
Siendo el principal afluente hídrico del país, esta sequía insaciable ha dejado a miles de personas damnificadas. La pesca y el comercio disminuyen al mismo ritmo vertiginoso de los ríos. La navegación se ha hecho casi imposible, y las chalupas tienen que estar maniobrando los bancos de arena para evitar quedar encalladas en los promontorios que empiezan a sobresalir por encima de la incipiente superficie marina.
El problema no parece ser finalmente los estragos del cambio climático; el problema consiste en que aún no nos concientizamos de que nuestro desarrollo depende del agua y de unas condiciones ambientales favorables para los distintos entornos. Carecemos de iniciativa y previsión, y todavía seguimos sin activar un plan para adaptarnos a las eventualidades de la naturaleza. Lo cierto es que no estaríamos viviendo esta tragedia si hubiéramos sido consecuentes con la conservación de la estructura ecológica, y hoy sólo se nos ocurre incentivar a la comunidad para que ahorre agua y energía.
Esta situación es finalmente patrocinada por la actividad minera, la ganadería extensiva, las refinerías, la agricultura y las demás industrias que han venido apoderándose de los recursos ambientales con pocas medidas de prevención y sostenibilidad. Más que lluvias, la naturaleza, el Magdalena mismo, requiere un cese de este abuso irracional y del uso inadecuado que le damos a los recursos ecológicos.
Fuente: elespectador.com / eltiempo.com
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