Los vientos inciden en las corrientes acuáticas. Al aire le basta aletear sobre las superficies marinas para avivar el oleaje, hasta alcanzar incluso la formación de tsunamis y maremotos. De la misma forma el agua repercute en los cambios del viento, intensificando su poderío torrencial según el aumento de la temperatura, o reduciéndolo a un vago soplo que se diseminará al tocar la costa.
La manifestación de los vientos impelidos por la humedad de las aguas y el calor del sol, da lugar a los violentos huracanados compuestos por tormentas, nubes en rotación y vientos en espiral alrededor de un núcleo, y que son constantemente enardecidos por la expulsión del calor de condensación del vapor de agua.
El ciclón es formado por dos espirales: una nubosa ascendente que gira a su antojo en sentido horario o anti-horario -según los caprichos de cada hemisferio-, y otra superpuesta de aire frío y pesado, que desciende y se contrae hasta formar el vórtice. En el centro del anillo la temperatura es muy caliente, el ambiente está despejado de nubarrones, y es a ese círculo irregular al que se le conoce como el ojo.
El remolino de viento gira alocado y rebelde produciendo bucles, formas de estadio, toboganes, paredes de bandas lluviosas con apariencia de embudo, empuja el aire de arriba a abajo e intensifica su velocidad, amenazando con la temible “entrada en tierra”, como sucedió con el Katrina en el 2.005, con Mitch en 1.998 o con David a finales de los años setenta.
Están los tifones enanos, los medios que abarcan un rango de 300 kilómetros, los grandes con más de 800 kilómetros y los llamados muy grandes. Están siendo observados, monitoreados, calificados, pero a momentos surgen espontáneos, resueltos e impredecibles. Por más que intentemos controlarlos no habrá forma, seguirán siendo indomables.
Fuente: nationageographic.es / aomel.noaa.gov
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