En Colombia, ya desde antes de la llegada de los españoles, ha sido característica la ausencia o debilidad de un poder, de una autoridad central. En ello, nuestra geografía jugó un papel determinante, haciendo que en regiones aisladas se formaran comunidades y actividades económicas, igualmente aisladas y alejadas de la autoridad y de las políticas de un poder central.
Esa realidad marcó profundamente a nuestra historia, con un estado débil y un espacio social y económico abierto para todo tipo de iniciativas privadas, legales e ilegales cuando no francamente criminales, con el resultado de una economía y una vida social, con un débil control estatal, nominal e inefectivo, que le ha dejado un amplio margen a la acción individual, “sin dios y sin ley”, que se mueve en un mar de informalidad e impulsada por el rebusque, en todas sus formas e intensidades. Como consecuencia, nuestra historia se ha desenvuelto en el escenario de una lucha entre el país legal y el país informal, donde este, en vez de debilitarse, se fortalece. Los colombianos son rebuscadores, no mendicantes, que no buscan ser atendidos asistencialistamente, sino que se le dé espacio a su capacidad e iniciativa, con poco respeto por las normas.
Lo anterior se expresa en pequeños pero dicientes detalles de nuestra cotidianidad: colándose en Transmilenio, los san andrecitos, verdadera institución nacional, los ciclistas invadiendo las aceras y amenazando a los peatones, los carros parqueados en la vía pública y los peatones cruzando la calle por cualquier lado, olvidando las cebras de Mockus, el único gobernante a quien le ha preocupado el comportamiento y la disciplina ciudadana, y que nos enseñó que el cumplimiento de las reglas sociales, es condición para lograr una vida social donde se respetan los valores y derechos que garantizan la convivencia, amenazada por la indisciplina social, nacida la idea de que las reglas no van conmigo; hago lo que me dé la gana. La cotidianidad se desenvuelve sin normas, es informal. La informalidad pasó de excepcional a habitual. La lista sería interminable.
Lo anterior es particularmente crítico, cuando se habla del trabajo, actividad humana fundamental y cuyo tratamiento normativo se ha limitado al formal, al sindicalizado, sujeto a un contrato laboral. Como resultado, se deslegitimó y distorsionó el sentido del empleo sin patrón (el rebuscador “por cuenta propia”), negándoles sus derechos para acceder a los servicios que les corresponden como ciudadanos – salud y pensión – y a ser sujetos de crédito y contribuyentes. En sana lógica y justicia, es obvio que ni en sus derechos ni en sus obligaciones, se debe discrimine al trabajador y a su trabajo, pues todo trabajo legal es legítimo y necesario por su aporte al bienestar y a la riqueza de la comunidad. No es de la naturaleza del trabajo ser o no formal, solo ha de diferenciares entre legal e ilegal, según la actividad a la cual se aplica.
El debate, la pregunta a responder es cómo se reconoce, dignifica y protege el trabajo independiente. El proyecto de reforma laboral de un gobierno supuestamente de izquierda y con apoyo de los sindicatos, voceros de los trabajadores formales, se circunscribe a las normas para ellos, desconociendo, al cincuenta y pico por ciento de los “trabajadores informales” del país ; el resultado sería acrecentar y no reducir, la brecha entre los trabajadores formales y los informales, y que más de la mitad de la fuerza de trabajo colombiana, por no ser “formal” y estar en el mundo del rebusque, siga abandonada por el estado. El primer paso lógico a darse, sería nivelar la cancha entre unos y otros; es absurdo y falaz catalogarlos y diferenciarlos a partir del simplismo clasificatorio de formal/informal, desconociendo la pluralidad y diversidad del mundo laboral actual; reconocer esa diversidad es necesaria para diseñar una política realista, con capacidad transformadora y dinamizadora del mundo laboral, en términos de justicia y de avances hacia una economía dinámica e incluyente. Abundan los discursos ampulosos y vanos que esquivan el corazón de una realidad que no reconocen.