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Amedeo Furst y los escritores que no se dejan ver

El mecanismo psicológico, si uno lo piensa bien, es bastante elemental: cuando un artista, un escritor, un intelectual, no se siente suficientemente reconocido por los medios, cuando le parece que no hay correspondencia entre la popularidad de unos mediocres y la propia oscuridad (siendo él un genio comparado con tantos deficientes mentales), entonces su predilección, y más aún su devoción, se concentra en esos escritores que, pudiendo ser célebres, se resisten a cualquier aparición mediática, y se esconden en una austera intimidad repelente, rechazando los premios, odiando la televisión, los periódicos, los periodistas y en general cualquier aparición pública que los haga ver como ídolos del espectáculo.

“Ese sí es un tipo digno, serio, discreto y ejemplar; no como otros…”, recalcan los intelectuales oscuros e incomprendidos. En aquellos que a pesar de ser célebres no se dejan celebrar está su desquite. Aunque estos sean invisibles voluntarios, los invisibles involuntarios se sienten vengados por los famosos escurridizos.

La comparación entre escritores discretos y escritores mediáticos se ha vuelto muy actual con motivo de la muerte de Jerome David Salinger, la cual ocurrió el mismo día en que, durante el Hay Festival de Cartagena, una multitud de lectores y de curiosos (en cantidades futbolísticas) aclamaban y aplaudían ruidosamente al peruano Mario Vargas Llosa y al británico Ian McEwan. En vista de esta oportuna coincidencia, los eruditos oscuros no perdieron la ocasión de comparar. Por un lado están los buenos, es decir los escritores que no sucumben a los cantos de sirena de la vanidad y de los medios masivos de comunicación (al estilo de Pynchon –que hasta destruyó sus archivos escolares para que nadie pudiera husmear en su pasado- o de Philiph Roth –que se precia de no haber sonreído jamás en una foto-) y al otro lado los malos, como McEwan y Vargas Llosa, que hablan en teatros llenos de gente, o Jorge Luis Borges, que concedió miles de entrevistas, o Gabriel García Márquez, que hasta la lengua sacaba en las fotos, o Truman Capote, que hizo de su vida un espectáculo.

La buena conciencia está con los primeros. Todos celebran a aquellos que resuelven encerrarse, permanecer en la intimidad de sus casas, no conceder entrevistas, no permitir que los saquen en revistas y si es posible conseguir que no los vea nunca nadie que no sea de la familia. Como si el ojo del otro los fulminara, o como si los otros cayeran fulminados al verlos a ellos, yo no sé. De Salinger dicen que era un ser discreto, no un animal de farándula. De él existen, sin embargo, algunas viejas entrevistas y fotos de cuando no había resuelto todavía volverse invisible, y hasta el fin de sus días se supo en qué pueblo vivía (Cornish, New Hampshire), y la casa que pudo construirse con sus derechos de autor, rodeada de altos muros y de verjas y fosos protectores para que nadie arrimara.

En este sentido, Salinger es un vulgar exhibicionista si se lo compara con Amedeo Furst. De Furst me habló por primera vez Santiago Gamboa, durante una gran borrachera que nos pegamos, si no estoy mal, porque ya no me acuerdo, en las afueras de Roma. Se trata de un gran autor de la Suiza italiana (cantón Ticino), un intelectual de tan extrema discreción que no sólo no ha sido fotografiado nunca, sino que nadie lo ha visto ni oído jamás. Su caso es tan especial, y llega tan lejos su discreción, que nunca ha querido publicar ningún libro (al menos con su nombre), porque no solo no quiere que lo vean, sino que tampoco quiere que lo lean, pues para él escribir no es más que una forma sutil del mismo exhibicionismo vanidoso, en el que incluye incluso a aquellos escritores que no se dejan ver.

Única foto que existe de Amedeo Furst
Única foto que existe de Amedeo Furst

Ustedes se preguntarán cómo se ha tenido noticia de las tesis extremas de Furst, o de su nacionalidad, e incluso de su nombre, si nunca las ha escrito ni expuesto ni hablado ni publicado. Yo también me lo pregunto. En realidad hay quienes sostienen que sus libros sí existen y que son magníficos, pero que nadie está seguro de cuáles son, pues suele publicarlos en editoriales menores y bajo nombres absolutamente anodinos y falsos, en oscuros idiomas que muy pocos entienden como el muinane y el vasco. Se dice, por ejemplo, que un libro de Xavi Etchavarrí, Aizkora eta mendikatea (El hacha y la cordillera), jamás traducido del vasco al castellano (salvo el título), es obra de Furst. A mí no me consta. Y el mismísimo Furst, si a eso vamos, y con todo que su nombre no aparece citado ni en Google (hasta hoy) me parece un vanidoso al lado del más célebre “escritor desconocido”, cuyo nombre nadie conoce y cuyos libros no han sido nunca leídos por nadie, porque no los ha escrito. El discreto perfecto es sólo él, ni siquiera Furst.

Yo creo que el verdadero modelo de los escritores que no se dejan ver es un modelo importante. Se trata nada menos que de Dios. Porque para escritores que no se dejan ver, nada como el autor del Viejo Testamento, que es, como se sabe, el mismísimo Espíritu Santo, ese que existe desde hace milenios, o desde siempre, y sin embargo nadie lo ha visto nunca. A esto mismo se debe que Dios sea tan famoso y viva en boca de todo el mundo, tanto de devotos como de detractores. Los escritores que no se dejan ver se quieren volver invisibles, como Dios, y como él hablar solamente a través de la Palabra (o a través del silencio, como Furst). En cuanto a su modelo iconográfico, creo que este podría ser Mahoma, de quien, como se sabe, se conocen solamente imágenes apócrifas, además de falsas y blasfemas. La única imagen fiel de Mahoma lo retrata velado, como debe ser, y en una antigua miniatura turca que me permito reproducir aquí. No hay culto más puro y más profundo que el culto por aquello que no se conoce. Un rostro humano, indudablemente, humaniza. No tener cara, en cambio, en cierto sentido diviniza.

También en la literatura hay, pues, una tradición icónica y otra anicónica. La no icónica se remonta nada menos que a Homero, pues del poeta griego no existen imágenes fidedignas y ni siquiera estamos seguros de que su nombre corresponda a una persona en particular. Todo esto está muy en contraste con esa insoportable exposición mediática de los escritores que fueron al Hay Festival de Cartagena (en particular Vargas Llosa, McEwan y Ondaatje, quienes fueron los más expuestos a las cámaras), todos ellos tan fatuos, tan vanidosos, tan engreídos, que en vez de encerrarse en sus cuartos se dejan tomar fotos y hablan en público y exhiben sus miserias y fealdades y vejeces en calles y en teatros y en salas donde asiste un público vulgar, arribista y de clase media, tontos de pacotilla que se dejan engatusar por semejante banda de engreídos mediocres que se muestran en público con tanto desparpajo, en vez de encontrarse un escondite en Islandia, en la Patagonia o en el desierto de Atacama.

Retrato de Mahoma
Retrato de Mahoma

Según el cronista colombiano Cristian Valencia, hay unos cuantos escritores del grupo de los que no se dejan ver, que en realidad sí se dejan ver. La cosa es que sólo se dejan ver por otros escritores tampoco se dejan ver, con lo cual, como ni unos ni otros se dejan ver, no cuentan lo que vieron, y es como si nadie los viera. Los escritores que no se dejan ver suelen escribir los prólogos y las reseñas de los libros de otros escritores que tampoco se dejan ver. Pertenecen a la oscura secta de los invisibles, y se ayudan entre ellos. Hay malpensados que afirman que esto de esconderse tanto es solamente una forma de publicidad al revés. Yo digo que si uno quiere ser recatado, y encerrado, y silencioso, y si odia las cámaras, los flashes y toda exposición pública, está en todo su derecho y no debemos juzgarlos.

Pero los más especiales de la fauna de los que no se dejan ver, son otros que tampoco se dejan ver, pero en realidad nadie sabe que no se dejan ver, porque nadie nunca ha querido verlos, ni los ha buscado, pero ellos viven con el secreto orgullo de no haberse dejado ver por nadie jamás, en vez de esos vulgares exhibicionistas que van a ferias y festivales literarios. Estos últimos se dedican a gritar contra los que se dejan ver, y a insultarlos, con el secreto propósito de que los vean a ellos gracias a sus gritos. Pero ni así los ven, con lo cual consiguen lo que en el fondo de su alma más desean: que nadie los vea.

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