La siguiente historia, que es real, explica de qué se trata el amor por los objetos. La cuento, pues a lo mejor algunos lectores se identifican con ella.

Tengo una sobrina a la que se le dañó el celular hace unos meses. Para ella, los objetos son “animados”, como si tuvieran una personalidad, un alma. Entre todos sus objetos, el celular es la pertenencia más importante para ella; lo cuida como si se tratara de un niño. Pues, bien, fue a un almacén de Apple para que se lo arreglaran, y los técnicos le dijeron que el daño era de fábrica, que le cambiaban el celular por uno nuevo. Ella no aceptó la oferta, porque la sintió como si le hubieran propuesto que, en vez de curar a su gato, se lo cambiaban por otro idéntico. Esperó a su papá para discutir el problema. Él, con astucia usual, le dijo que, si pasaban toda la información de su teléfono al nuevo, era como si a uno le trasplantaran el cerebro a un cuerpo nuevo, casi idéntico al de uno, pero con salud. Así, ella se decidió a aceptar “el trasplante” de carcasa.

Hablando de todo esto, del amor por los objetos, mi sobrina me dijo que era tan fuerte lo que sentía, que en sus muñecas cargaba siempre dos elásticos para cogerse el pelo, para que los elásticos no se sintieran nunca solos.

He observado, sobre todo en los hombres, ese tipo de amor, pero por los autos. Incluso me consta que algunos les ponen nombres: un señor adorable que conocí tenía dos Volkswagen Beetle; a uno, lo llamaba Benitín, y al otro, Eneas. Pasaba buena parte del fin de semana “aseándolos” suavemente con un pañolenci.

Cuando un amigo se muere, tendemos a guardar con cuidado y cariño los objetos que fueron suyos y que, por suerte, heredamos. Es como si esos objetos no fueran lo que son: objetos. No cambiaríamos el anillo que la tía nos dejó por otro igual, pero más nuevo. No, lo que queremos es ese que estuvo en sus manos toda la vida.

Si existen subastas de ropa y accesorios que usaron los artistas y personajes de la historia es porque tenemos esa superstición, indeleble e irracional, de que en el objeto quedó “algo” de la persona que fue su dueña, incluso, hay quienes están convencidos de que “tienen la energía”. Es muy probable que, si después de que nos han regalado una chaqueta nos dicen que pertenecía a un asesino en serie, nunca la usemos; es más, que ni queramos tocarla. Este “esencialismo” hace que en las obras de arte el valor varíe dependiendo de su autenticidad (si sí fue pintada por Leonardo) y de sus dueños. A una historia mayor de dueños importantes, más valor de la pieza de arte.

Los sicólogos y economistas dicen que existe un fenómeno llamado “efecto de dotación”, relacionado con estas historias y sentimientos. El efecto de dotación hace que valoremos un objeto tan pronto creemos que es nuestro; dicen que ni siquiera lo tenemos que tener físicamente, que si, por ejemplo, pujamos por él en una subasta, es suficiente para que sintamos pertenencia y lo valoremos más. Por esto es que casi todo el mundo cree que sus objetos valen más de lo que otras personas están dispuestas para pagar por ellos.

La aversión a la pérdida es un fenómeno que se conoce bien, y se parece a este. Preferimos no ganar algo, que sea incluso un poco mejor que lo que tenemos, si para ello tenemos que perder algo que ya es nuestro. Tener que vender algo por un precio más bajo que el que creemos justo se siente como una pérdida emocional, y produce dolor.

Ser racionales implica sobreponernos, dominar, dejar de sentir un apego desmedido por nuestros objetos. Muchas veces ese amor es una emoción estorbosa que nos impide hacer buenos negocios y ganar libertad. El objeto no tiene nada esencial que lo haga distinto más allá de la historia que existe exclusivamente en nuestra mente. Porque somos esencialistas, porque les ponemos alma a los objetos, la religión puede hacer sus milagros, como el de la trasfiguración de la materia en espíritu, y al revés.

Como podemos entender Cristo na hóstia consagrada?

Si fuéramos racionales, sería imposible convencernos de que en la hostia están el cuerpo y la sangre de Cristo, y nadie cargaría un amuleto para la buena suerte ni conservaría el sinfín de otras cosas insensatas que, en mayor o menor medida, todos mantenemos.

Este comercial entendió el asunto hace tiempos

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