EN POLÍTICA SON LOS MEDIOS, NO LOS FINES, LO QUE CUENTA. ¡DEJÉMOS LA ESTUPIDEZ!

Hernando Llano Ángel

Son los medios utilizados, no los fines promovidos, los que dotan de sentido y dignidad a la política. Simplemente porque los fines ya están contenidos en los medios.  Lo advertía Camus desde mediados del siglo pasado: “Son los medios utilizados los que confieren dignidad a la política”. Por eso, la palabra honrada y cumplida es al mismo tiempo el principio, el medio y el fin de la política. Así como las armas están en el principio, el medio y el final de la guerra, cuando éstas dejan de ser disparadas o utilizadas como disuasión e intimidación mortal.  Una política de verdad exije la mayor coherencia entre la palabra y la acción, entre lo anunciado y lo ejecutado. Entre los medios y los fines. Así lo demostró Mahatma Gandhi con su política y principio de NO-VIOLENCIA o AHIMSA. También lo hizo Nelson Mandela, derrotando la violencia racista del Apartheid. Hacer lo contrario, es decir separar los medios de los fines, convierte la política en mentira, en pura demagogia, en la que ya nadie cree y por carecer de legitimidad tiene que recurrir con frecuencia a la fuerza y la violencia. Se corrompe por completo, degrada en violencia y guerra. Recordemos lo sucedido hace apenas dos años y medio, durante el paro nacional del 2021. Tal es el mayor riesgo que hoy corre la “Paz Total” y todos los medios que se utilicen para alcanzarla, pues si las partes no cumplen con su palabra y sus cometidos, incluidos los denominados “gestores de paz”, pueden convertirse en catalizadores de guerra. Sin duda, en los procesos de paz con horizonte democrático el poder nace de la palabra cumplida, no de la punta del fúsil y la bala disparada, como lamentablemente parecen creer los grupos armados ilegales y ciertas políticas gubernamentales como la “seguridad democrática” y sus escabrosos 6.402 “falsos positivos”

“En el principio era el verbo” (Juan 1: 1-14), la palabra nos anuncia y nos compromete como seres humanos. Si no la honramos y cumplimos, somos develados como impostores y charlatanes, perdemos rápidamente la confianza de los demás y en los demás. Entonces la vida se vuelve una babel de desconfianzas y la comunicación se torna casi imposible. La palabra ya no nos revela, más bien nos oculta. El lenguaje se convierte en un medio para velar nuestras intenciones y lograr nuestros fines, defraudando a los demás. Una simple estratagema para engañar y ganar. Pero llega un momento en que el interlocutor, sea un entrañable cercano o un anónimo lejano, se percata de la mentira, la comunicación se enturbia y la relación termina. En el plano afectivo es el fin y, por lo general, el comienzo de un divorcio donde las cuentas se pagan con abultadas facturas. Así lo canta Shakira: “las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan. Pero cuando ello sucede en el plano político y en la vida pública, las facturas se pagan muy caro “con sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”, según la célebre expresión de Churchill en su discurso ante la Cámara Baja del Parlamento británico en 1940, en medio de la triunfal ofensiva nazi sobre Europa.

¡Son los medios, no los fines! ¡Dejemos la estupidez!

Es algo que debemos tener en cuenta durante todas las campañas electorales, especialmente ahora que comienzan en forma. De lo primero que nos percatamos es que prácticamente todos los candidatos promueven los mismos fines: acabar con la corrupción; la inseguridad y el crimen; promover la justicia y la igualdad. Sus consignas dan grima, todos prometen: “poner fin a la corrupción”; “cuenta conmigo, salvemos la ciudad”; “orden y autoridad”; “control y amor”, en fin, basta mirar las numerosas vallas en todas las ciudades, para concluir que no existe diferencia sustancial entre los candidatos y sus partidos. La diferencia está en los medios que utilizan para promover esos fines y, sobre todo, con quiénes y cómo los promueven. Asuntos sobre los cuales, por lo general, no dicen nada durante sus campañas. Por ejemplo, todos los congresistas, en campaña prometen “austeridad y transparencia”, pero al tomar posesión en sus curules la austeridad significa devengar mensualmente $43.418.152, que los convierte en los mejor pagados de toda América Latina y los que más ganan respecto a su propia población, como lo resalta el diario EL PAÍS, de España. Un congresista hoy gana 37.42 veces más que un trabajador con salario mínimo. Ni hablar de la transparencia que, como sus emolumentos, se convierte en “tramparencia” por los penumbrosos manejos de sus acuerdos partidistas y el incumplimiento casi generalizado de sus compromisos y promesas de campaña.  En verdad, es una contradicción flagrante de la misma Constitución, pues su artículo 187 consagró: “La asignación de los miembros del Congreso se reajustará cada año en proporción igual al promedio ponderado de los cambios ocurridos en la remuneración de los servidores de la administración central, según certificación que para el efecto expida el Contralor General de la República”. Este artículo niega de entrada el primero  de la Carta, que ordena al Estado la “prevalencia del interés general” sobre el particular, y convierte así pecuniariamente a los congresistas en una minoría privilegiada, que desde Grecia conocemos con el nombre de oligarquía: los pocos que legislan y gobiernan en beneficio propio y no del bien público.

Por eso, lo que realmente importa saber en estas campañas, por ejemplo, es: cuánto cuestan las numerosas vallas, de dónde salió el dinero, quiénes son sus aportantes, cuáles políticos los acompañan, sus coaliciones y acuerdos de gobernabilidad y burocracia. En especial, que nos cuenten aquellos candidatos que ya han invertido cuantiosas sumas en anteriores campañas, por qué tanto interés en ganar la Alcaldía o la Gobernación, como si fuera el premio mayor de un juego de azar el ocupar esos cargos. Cómo van a combatir la corrupción, con quiénes, con qué medios y con cuántos recursos mejorarán el transporte público, la seguridad humana, la promoción del empleo, la mejor calidad de la educación, la disminución del hambre y la profunda segregación racial y social que cada día es mayor, junto a la violencia de género y la depredación del medio ambiente. Sin conocer el cómo, con quiénes y el origen de los recursos para hacer realidad sus programas de gobierno, las elecciones no dejarán de ser una mascarada de demagogos que continuarán convirtiendo lo público en un coto privado para beneficio de sus financiadores, copartidarios, empresas, amigos y familiares. Es decir, continuaremos confundiendo la política con los negocios, el clientelismo, el nepotismo y el saqueo del presupuesto público, que son las señales de identidad de la cacocracia y la negación total de la democracia. La mejor manera de evaluar la coherencia entre los medios y los fines, es conocer la hoja de vida de todas las candidaturas, sometiéndolas a un examen riguroso de lo que dicen y han hecho con sus vidas personales y las de quienes los rodean; de sus relaciones, coaliciones y alianzas políticas y, en caso de ser aspirantes repitentes, evaluar el legado de sus ejecutorías como gobernantes o funcionarios públicos, respondiendo estas preguntas básicas ¿Han servido a intereses generales o públicos o, por el contrario, solo partidistas, empresariales, familiares o hasta ilegales? ¿Tienen conocimiento y experiencia para desempeñar con competencia y honestidad sus cargos? ¿Quiénes son los políticos, partidos, empresas, personas, gremios e intereses que los respaldan y financian? ¿Cuál es el proyecto de ciudad o departamento que promueven sus programas, cómo y con quienes lo realizarían en cuatro años? ¿Será ello posible? Quizás, así, no botamos nuestro voto y hacemos la diferencia entre la cacocracia y la democracia.

 

PD: Para mayor información y comprensión, abrir los enlaces en rojo.  ([email protected])

 

 

 

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