Umpalá

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París no tiene la culpa (de que la queramos tanto)

1511 19ParisToujours (11) (Copier) Hoy es el segundo miércoles después del viernes 13. Si escribiera en francés, este texto sería diferente, pero en Colombia saben, sabemos, lo que son los atentados y los tiroteos. Aunque nunca mataron a 90 personas en un concierto de rock crecimos con eso. Nos enseñaron a evacuar el colegio en caso de carro bomba y cuando escuchábamos las explosiones, nos asomábamos por la ventana a ver de dónde era que salía la columna de humo. Un juego.

En París, en donde he vivido nueve de los últimos diez años, y donde no ha habido bombas desde 1995, no sabían de esas cosas. Claro, habían tenido la doble advertencia de Charlie y el supermercado kasher, pero no podían, no podíamos, imaginarnos. Viernes 13 por la noche. Como soy periodista no he parado desde entonces para tratar de contar lo que pasaba. Por un lado para desenredar la madeja, para darle un cierto orden; por otro para acabar de enredarla, porque lo más peligroso es creer que la cosa es simple. A lo mejor eso es lo que hacemos los periodistas, encontrar los hilos de la madeja y mostrar que para dehacerla no basta tirar con fuerza de las puntas. Todas las noches soñé con testimonios. Con la gente que me había contado lo que vio o que conocía mejor los fenómenos que llevaron a que pasara Luego, a horas imposibles, me sonaba el celular y via telefónica a través de un teléfono que se escucha mal luego de tanto golpe, tenía que explicar a radios de ya no sé dónde un asunto que yo tampoco era capaz de entender.

Escribí todo el tiempo y sin embargo hasta ahora tengo la impresión de que escribo. El domingo pasado la baja de adrenalina trajo la reflexión y a fuerza de no tener que hablar más al respecto el hueco que deja la falta de palabras. De ahí qué se hace sino volver a los bares y escuchar a los amigos decir que también ellos al entrar miraron cuál sería el lugar más seguro en caso de tiroteo. Yo no creo que, como dicen, los comandos atacaran un estilo de vida festivo,porque disparaban a ciegas y mañana se encontrarán otra justificación pero entiendo esa reacción de salir a tomar para mostrar que se sigue viviendo. Vi las flores que llenaban el andén frente a La Belle Équipe. Una señora africana llevaba a sus nietos de la mano para depositar dos volantines de colores. Con dos cervezas en la cabeza, era aún más duro pasar frente a las terrazas y ver a la gente cenando o tomando una cerveza y pensar que los que mataron eran gente como ellos. Como uno. Como los amigos. No es que la ciudad esté triste. Hay, al contrario, una euforia grave. Uno sabe que se va a morir algún día , pero tienen que venir los manes de las kalachnikov a recordárselo.

Es inútil decir que yo no pienso que esos muertos valgan más que otros, lo irónico es tener que salir a decir que a) no, esos muertos tampoco valen menos que otros.

Y b) sobre todo que no, no merecían morir.

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a) no, esos muertos no valen menos que otros

Estos días he tratado de poner en una palabra lo que se siente en las calles. No es precisamente tristeza, aunque de eso hay algo y también de decepción, de esas perdidas de la inocencia. En cambio no había odio, ni rabia. Era una indignación de dientes apretados. Del que no entiende. La rabia vino de afuera, de aquellos para los que era indignante que el mundo de indignara con los muertos de París, de aquellos que con el argumento de que “las vidas de los muertos en otras partes no valen menos” insinuaban que ”las vidas de los parisinos sí que valen menos”.

Apenas el mundo se enteró de las masacres comenzaron las muestras de “solidaridad”, que yo prefiero llamar de “empatía” ya que son más una reacción emocional que una acción concreta. Es el 2015 y el vehículo principal de esas muestras son las redes sociales y allí había para escoger entre las dos opciones más populares que fueron el hashtag #prayforparis en Twitter o el filtro que permitía combinar la foto de perfíl con la bandera francesa en Facebook. Como soy ateo y no me gustan las banderas (con excepción de la del arcoiris) no me uní a ninguna de las dos, pero así supiera que la euforia era pasajera y el gesto estuviera cargado de ingenuidad, había en él mucho de sinceridad. Por lo menos un “No está bien que maten a la gente”, que para los que estamos aquí se sentía también como un “No estaría bien que te mataran por andar en la calle”. Una extensión del #JeSuisCharlie que quería decir “No estaría bien que te mataran por unos dibujos” y también de los mensajes personales de amigos y desconocidos que me llegaron por todas partes y que entendí como un “No me gustaría que te mataran A TI, RICARDO NI A NINGUNO DE TUS AMIGOS”.

Era uno de esos raros momentos en los que la gente es capaz de compaginar con una tragedia que no la ha tocado directamente, pero a ese gesto le salieron críticos. El argumento era que la reacción, de los medios, de la gente, era desproporcionada comparada con la que se había visto por otros actos del mismo tipo, lo que es medio falso y medio explicable.

Medio falso porque apenas unas semanas antes la foto de un niño kurdo ahogado en una playa de Turquía, había provocado una reacción de “emotividad global” comparable o tal vez mayor y logrado un cambio en la actitud hacia los refugiados que en muchas casos ha perdurado hasta ahora. Cada tragedia natural o cada acto de guerra particularmente cruel o inusual trae su “ola de solidaridad” así sea virtual. Ese fue el caso de las niñas secuestradas por Boko Haram, o de el reclutamiento de menores en las tropas de Joseph Kony, de la persecución de cristianos por parte del Estado Islámico, del sitio de Kobane, o los 33 mineros chilenos. Todas estas causas despertaron simpatía a pesar de que sus víctimas no eran “blancos/europeos/privilegiados” , de hecho muchas de las víctimas de París no lo eran por la simple razón de que los parisinos no lo son. Tampoco se puede culpar a los medios. Los atentados de Beirut, un día antes de los de París, y de Tunez esta semana tuvieron la cobertura que se los podía dar en ciudades donde hay menos corresponsales y menos facillidades para la prensa que en Europa occidental, pero la empatía global no llegó. Puede que los lectores se saltaran la noticia porque un atentado les parece normal en “esos países por allá”.

Por ahí llegamos a la mitad “explicable”: somos más empáticos cuando la idea mental de una explosión (el ruido, el fogonazo) podemos completarla con referentes conocidos. Y París es una ciudad llena de referentes, tanto que no se necesita visitarla para conocerla. Puede que muchos de esos referentes sean falsos: los Campos Elíseos no son más que una avenida llena de marcas globales y empaques de comida rápida llevados por el viento y el París-Disneylandia en el que vive Amélie Poulain nunca lo he visto (para ser justos, tampoco el de “Rayuela” ni el de Hemingway) pero esa París vista o leída o escuchada nos sirve para darle cuerpo a una información abstracta. Esas construcciones mentales por supuesto tienen raíces en factores geopolíticos que pasan por la colonización (ahorita hablamos de eso) en el sentido de que las metrópolis exportaban la imagen de sus capitales hacia las colonias, pero también tienen que ver con el arte, la academia y la cultura: los cientos de miles de estudiantes extranjeros, refugiados e inmigrantes han participado tanto como Henry Miller, Woody Allen y Bolaño en la construcción de esa Idea-de-París que el resto del mundo vio tan herida o más que la París de verdad.

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b) esos muertos no merecían morir

El 11 de septiembre del 2001, muchos estudiantes de mi adorada UIS aplaudieron cuando vieron en el televisor de la cafetería universitaria cómo se derrumbaba la primera de las torres gemelas. Lo hicieron porque lo veían como un castigo justo y necesario a las políticas estadounidenses, como si a Bush y “al fantasma de McCarty y a los recuerdos de Nixon” les importaran los empleados de todas las nacionalidades que estaban en las torres. Mi hermana, a quien de todo se le puede acusar menos de pro-estadounidense, no lo hizo porque sabía que esta belleza de hermano que soy estaba ese año en Estados Unidos.

Y ahí está la diferencia.

Cuando en enero pasó “lo de Charlie” tuve que escuchar las excusas más cínicas del mundo de parte de quienes justificaban el ataque. Muchos de esos “se lo buscaron” que venían de una tierra que había llorado unánime a Jaime Garzón, que es lo más parecido a Charlie Hebdo en el mundo. Esta vez supuse que quienes decían “esos caricaturistas de la burguesía se lo merecían” no iban a encontrar argumentos para condonar la muerte de ciento y pico de transeúntes. Con más timidez, o mejor dicho, más cobardemente, pero ahí terminaron por aparecer. Y quienes lo usaban tenían el descaro de decir que lo hacían en el nombre de otros muertos.

Nadie se merece que lo maten, pienso yo. Pero poner una bandera de Siria justo después de los atentados de París era insinuar que sí. Que se lo merecían. Esa “solidaridad” repentina no nace de la compasión por la población civil de Siria o Líbano o el resto del mundo, sino del desprecio de la población civil de Paris. Más aún si quienes ponían las banderas árabes lo hacían con una ignorancia total de la situación que los llevaba a decir cosas como que estamos en una guerra “por el petróleo” aunque no haya reservas en Siria y sobre todo a poner fotos y videos de niños sepultados entre los escombros de ciudades como Homs y Alepo que supuestamente buscaban concientizar al mundo sobre las consecuencias francesas de los bombardeos en Siria, cuando en realidad se trata de imágenes de los bombardeos e incursiones de las tropas de Bachar Al-Asad, un dictador que durante cuatro años ha masacrado a su pueblo para conservar el poder que heredó de su padre y a quien se le deben más del ochenta por ciento de las víctimas de la guerra. En ese contexto muchos sirios solicitaban ayuda militar extranjera y aunque uno esté en principio en contra del intervencionismo, también entiende que la gente acepte ayuda para no dejarse masacrar. Aún se acusa a Europa de no haber intervenido a tiempo en el genocidio de Rwanda y de una falta de determinación que terminó por provocar varias de las peores carnicerías en las guerras de la ex-Yugoslavia. Por otro lado fue en París donde nacieron organizaciones como la Federación Internacional de la Cruz Roja, Médicos Sin Fronteras y Médicos del Mundo sino que durante décadas, Francia ha recibido exiliados y perseguidos políticos de todo el mundo además de participar con recursos, ideas y logística en numerosas negociaciones de paz entre ellas varias de las que han tenido que ver con el conflicto colombiano. Nuestra guerra y nuestras víctima, vea pues, les han importado.

Eso no quiere decir que Francia (o Rusia o Turquía o las monarquías del Golfo) estén interviniendo en Siria por razones humanitarias, ni tampoco que no exista una responsabilidad europea en el surgimiento del Estado Islámico. Tampoco puede negarse el peso de las políticas coloniales y neocoloniales europeas en la degradación de la situación en el tercer mundo ni menos aún las responsabilidades que de ellas se derivan, en particular en términos de acogida de inmigrantes, pero si justificamos que como consecuencia de esas políticas se asesinen civiles en territorio francés entramos en la peligrosa doctrina de la “responsabilidad colectiva” y justificando barbaries que van del incendio de Dresden y las bombas de Hiroshima a los bombardeos sobre Gaza y la deportación de colombianos en la frontera con Venezuela.

Los que mostraron su empatía hacia París no merecen ser criticados por no tener tantos referentes acerca de Siria o Beirut; los que murieron en las calles y en la sala de conciertos el pasado viernes 13 no eran responsables del pasado colonial de Francia ni de sus recientes torpezas estratégicas. Tampoco París tiene la culpa de que la queramos tanto.

 

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