Robert Badinter y Alexei Navalny, desaparecidos en los últimos días, dejan, cada uno por su lado, una profunda huella que hace reflexionar sobre la importancia definitiva de la justicia y su relación con la democracia.

Badinter fue a la escuela de derecho porque creía en la justicia y quería trabajar por ella. Su vida había comenzado bajo la experiencia de la ignominia. Por el hecho de ser judíos, sus padres no podían vivir en Besarabia y fueron a dar a Paris. De allí tuvieron que ir a Lyon. Atrapados por Claus Barbie fueron enviados a un campo de exterminio.

Derrotado, al inicio de su carrera, en procesos en los que defendió a los peores asesinos, cuya pena de muerte no pudo evitar, insistió en la idea de cambiar el ánimo de venganza de un estado castigador. Para lo cual era necesario luchar contra la convicción cultural de la utilidad de la pena de muerte, en un país que había guillotinado inclusive a sus monarcas.

Miembro del entonces pujante y promisorio Partido Socialista Francés, encontró en François Mitterrand un aliado en su causa de lucha contra la pena de muerte. El resultado electoral de 1981, que los llevó poder, permitió que Badinter, como ministro de justicia, presentara su proyecto de abolición de la pena capital, que fue aprobado luego del consabido debate filosófico sobre la razón de su aplicación y los efectos sociales y culturales de la muerte como castigo supremo.

Sin perjuicio de los rezagos de añoranza sobre el poder disuasivo de la sanción letal, el tono de la vida institucional de su país se adaptó a nuevos esquemas de prevención del delito y dosificación de las penas, dentro de parámetros más respetuosos de los derechos humanos. Ese fue el gran triunfo y componente esencial de la herencia de ese providencial ministro, que acaba de morir a los 95 años rodeado del respeto de Francia, y más allá.

Robert Badinter tenía el talante y también la figura del hombre justo. De quien se dedicó a la causa de la formulación de las normas bien concebidas, con profundidad filosófica, como encarnación de un marco confiable de equidad y armonía para la vida de la sociedad. Por lo cual fue un verdadero campeón, silencioso, efectivo y sosegado, de la vigencia y utilidad social del estado derecho con todas sus implicaciones.

Complemento de su tarea fue la defensa de la obligación jurídica, política y moral, de la rendición de cuentas por parte de quienes ejerzan o hayan ejercido, alguna cuota, grande o pequeña, de poder del Estado. Que conlleva un poder político y económico, a través del gasto público, que exige compromiso con el más alto nivel de responsabilidad.

Las calidades de Badinter llevaron a que fuese escogido como presidente del tribunal constitucional de Francia y también a que fuese llamado, para intervenir, como paradigma de hombre justo, en la solución de problemas internacionales y el arreglo de situaciones difíciles más allá de las fronteras de su país, con el respeto debido a su figura cimera.

Ante la mirada austera de ese campeón de la justicia, vigoroso y sereno, que no quiso aceptar las más altas distinciones de la vida pública francesa, no se puede menos que evocar la proscripción de las interpretaciones pseudo jurídicas de saltimbanquis que se dan el lujo de interpretar a su acomodo la institucionalidad, para conseguir con picardía efectos favorables a sus intereses.

Mientras Francia honraba a ese campeón de la justicia y decidía ponerlo en el Panteón de sus mejores hijos, la justicia sigue en el centro de la tormenta política de nuestra época, con defensores, distorsionadores y detractores abiertos. Agitación en medio de la cual se registró el drama de la muerte de Alexei Navalny, principal opositor al presidente ruso.

Las muertes de Badinter y Navalny invitan a reflexionar sobre la justicia como ideal complementario de la democracia, que sigue un destino paralelo al de esta, pues una y otra ganan o pierden calidad, contenido, respetabilidad, vigencia y significación, de manera inseparable. Allí donde una es irrespetada resulta afectada la otra. En ninguna parte se puede predicar que hay democracia si no hay justicia, y viceversa.

La ecuación resulta alterada, como lo muestra el panorama del mundo de hoy, por la existencia de jueces corruptos o incapaces, que los puede haber, pero, sobre todo, cuando la política se entromete con sus pasiones y sus vicios en el ámbito de justicia. Esto es cuando desde la política se agitan las banderas de la venganza, el castigo por mano propia, el uso del aparato judicial como herramienta para golpear contradictores, el acomodamiento de sentencias arbitrarias, la consagración del delito político, los oídos sordos, la vuelta de espalda y la mofa de las decisiones de los jueces, las amenazas, y la propagación de una cultura del irrespeto contra ellos.

Para no detenerse en eventos recientes, en escenarios como Paquistán, Israel, Gaza, Colombia, o los Estados Unidos, donde han aflorado acciones que cubren, en su conjunto, la gama completa de los fenómenos de acción e interferencia política mencionados, vale destacar el caso de Navalny, pues con su muerte se abre un capítulo de reflexión sobre la justicia y los abusos que en su nombre se pueden cometer bajo un sistema que exhibe sin pudor las credenciales de la arbitrariedad y el autoritarismo.

Las acusaciones contra Navalny, los delitos ficticios de los que se le acusó, la proscripción de su movimiento político, el envenenamiento del que fue objeto, las penas que se le impusieron, y su muerte no bien explicada, presentan un panorama de irrespeto por libertades elementales y por la vida de quien se atreva a disentir de la visión oficial y única de la historia, los intereses y los propósitos de un gobierno no democrático.

La muerte de Navalny termina por ser corolario de una vida victoriosa. No importa si el incidente final fue accidental o programado. De pronto no se sabrá nunca. Ya se había perfeccionado una secuencia brutal de injusticia. Ante la cual vale reseñar su valor inaudito al regresar voluntariamente a Rusia, a pesar del riesgo evidente de pagar con su vida ese gesto desafiante contra la arbitrariedad.

La fuerza misma de la actitud de Navalny, como convencido luchador por la democracia y la justicia, fortalece, en su país y en el mundo, la importancia de la sinergia entre esos dos valores supremos. Al morir, su nombre se suma al de Badinter, porque como víctima de la injusticia también termina por ser, con sus argumentos y su ejemplo, campeón de la causa de la justicia.

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