Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Rutas de esperanza

Bruce Dern as Woody in a film still from Nebraska

Dedicado a Dora Aleida Betancourt Ruiz 

Al final de la vida no se busca fama, dinero, hombres, mujeres, títulos, casas o carros. ¿Para qué? Con la vejez se llega a la certeza que todo aquello que consumió tiempo y energía, aquello por lo que se entregó la salud, no era más que cenizas. O quizás menos que una pavesa que se van con la brisa. Tal vez sea fango maloliente en el que algún cerdo se revuelca. O, peor aún: al final del camino se llega al convencimiento de que aquello por lo que se perdió cientos de noche, miles de días, décadas de trabajo, no es más que estiércol.

Tal vez esa sea la razón por la que los sueños derivan hacia hechos u objetos que son cotidianos para los que estamos lejos de la muerte: pintar la casa, comprar una lavadora, recuperar una deuda. Por ejemplo mi abuelo, poco antes de morir, quería levantar cercas y sembrar maíz. Algo que hasta yo, con mi absoluta torpeza para las actividades agrícolas, podría hacer. Pero para él, con setenta y cinco años y una vieja fractura en la cadera, era un sueño inalcanzable. Tal vez pensaba en la cerca cuando moría en un hospital. Quizás, sigo especulando, la inercia de la vida nos empuja a que deseemos hasta el último momento, como si vivir y desear fueran una y la misma cosa. Finalmente continuamos en la vida gracias a ese sancocho de deseos y esperanzas que empuja al alma para aguantar un día más.

Justamente porque aún le quedan deseos, es que Woodraw T. Grant decide ir en busca del millón de dólares que le promete una revista. De nada sirven los gritos de su esposa, las trampas de su hijo mayor ni los consejos de su hijo menor. Woody no solo tiene en contra su edad y un historial de alcoholismo, sino los errores que, como decía Shakespeare, se tatúan en el acero, en tanto que los aciertos se tallan en el agua. Y el agua, que es otra forma de tiempo, se llevó los aciertos de Woody muy lejos de esa vejez que lo impulsa a buscar el millón de dólares para comprar una camioneta y un compresor (El remanente (que debe ser más del 98%) no le interesa. Puede que lo arroje a la basura, que lo lance al aire, que lo regale. ¿Para qué sirven un millón de dólares cuando no queda mucha vida en el cuerpo?).

A pesar que todo está en contra del viejo Woody, lucha. Y lo hace a diario. Un día lo encuentran caminando en la avenida interestatal, al siguiente en un barrio cercano. Está decido a irse a pie hasta Lincoln (Nebraska) para reclamar lo que cree que le pertenece. El hijo mayor y la esposa quieren dejarlo en un asilo, lo que parece natural: ¿para qué enredarse con un anciano que tiene la temeridad de soñar? Mejor llevarlo al lugar donde la vejez es el denominador común.

Pero antes que se decidan, Woody escapa nuevamente. Entonces David, el hijo menor, lo encuentra en una estación de buses. En ese instante, vencido por la tenacidad de su papá, decide llevarlo a Lincoln. Quizás lo hace para encontrarse con el padre que no conoció y con ese pasado siempre se pierde en monosílabos carrasposos que evaden más que explicar. O tal vez lo hace para encontrarse a sí mismo: sólo quien contempla las raíces puede conjeturar el tamaño del tronco en el que morirá la primavera.

Así las cosas, hijo y padre salen hacia Lincoln. Y es justamente en este viaje que sucede Nebraska, la película de Alexander Payne.

Ahora, si se pregunta si Woody alcanza sus sueños, le puedo decir que por definición, nadie alcanza los sueños. En efecto, Sueño es una “Cosa que carece de realidad o fundamento, y, en especial, proyecto, deseo, esperanza sin probabilidad de realizarse”. Óigase bien, “sin posibilidad de realizarse”. Pero al combinarla en la misma estructura sintáctica con Alcanzar (“Llegar a poseer lo que se busca o solicita”) se gesta ese hermoso oxímoron que engendra un nuevo significado. No se trata de lograr, alcanzar, conseguir, obtener. Sino de luchar, combatir, insistir, perseverar. Los sueños no importan, sino el camino para alcanzarlos. Finalmente, si se llegara a ellos, se acaba el caudal de emociones y alegrías que se encontraron en la trayecto. Ya lo decía el gran Cavafis:

“ten siempre en tu mente a Ítaca.
La llegada allí es tu destino.
Pero no apresures tu viaje en absoluto.
Mejor que dure muchos años,
y ya anciano recales en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino”.

Por eso, si usted persigue sueños (que estoy seguro que lo hace), pida al cielo que sea un camino largo y atiborrado de ciudades y prodigios, de noches en blanco y amaneceres tibios, de amores que lo desvíen de la ruta por unos cuantos años, para que al final de sus días esté celebrando miles de aventuras, decenas de aciertos, millones de sorpresas que encontró en las rutas de la esperanza…

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