Se escribirá mucho en memoria de Rodrigo Pardo, gran colombiano cuya temprana partida ha lamentado el país entero.  Estas líneas son sólo para recordarlo en aspectos particulares de su actuación como canciller. El presidente Samper tuvo el acierto de anunciar su nombramiento antes de asumir, con lo que cortó de plano con intrigas y expectativas. Había tensiones y malestar en la cancillería. Un buen número de quienes habían concursado y cumplido con todos los requisitos para ingresar al servicio diplomático orbitaba por los pasillos sin saber de su destino. No los querían nombrar y alguien se había inventado la tesis de que pertenecían a una lista de elegibles que había caducado. Bajo el nuevo canciller se logró la incorporación de todos, y de contera el ministro Pardo también logró la reclasificación de la nomenclatura en el servicio civil, con lo que puso a los terceros y segundos secretarios diplomáticos en los grados que correspondían a las funciones y categoría del empleo. Léase aumento de salarios.

Algunos funcionarios querían que al nuevo ministro se le hiciera llegar una carta un poco pedante en nombre de la Asociación Diplomática, que otros consideraban inoportuna: había que dejar que las sábanas se enfriaran y que el nuevo incumbente se acomodara antes de caerle con pretensiones y sugerencias. Un semi plebiscito interno acordó la mesura, y para sorpresa de todos fue el propio canciller Pardo el que invitó a las directivas de la Asociación Diplomática a un saludo protocolario. En ese evento se deslizaron dos grandes ideas que coincidían totalmente con nuestro pensar. Una era que la cancillería no resistía ya más reformas y reestructuraciones; y, la otra, lo que Pardo llamó “la revolución de las cosas pequeñas”. Algo que cumplió a cabalidad. Se rodeó de excelentes académicos, patrocinó todo lo que fuera el desarrollo institucional y la formación de los diplomáticos y poco a poco revivió en todos los recintos de San Carlos el espíritu de servicio y el compañerismo que son tan necesarios para el descargo eficiente de funciones.

Uno de los problemas con que tuvo que lidiar estrenando su cargo tuvo que ver con el Concordato con la Santa Sede, firmado en 1973. A partir de la carta de 1991 siempre ha existido la idea de adecuarlo a las nuevas disposiciones constitucionales. El canciller se encontró con un proyecto de reforma elaborado por algún asesor ya olvidado, y lo envió a la Oficina Jurídica para concepto. Yo había quedado encargado por unos días y al ver el proyecto tuve que enviarle al ministro un memorando urgente en el que le garantizaba que se estudiaría a fondo el proyecto, pero que no teníamos antecedente alguno y que un tratado, por ser en esencia una expresión de una coincidencia de voluntades en asumir un compromiso jurídico internacional, no podía reformarse unilateralmente. El proyecto que le habían ensartado era una nota rupestre dirigida al Nuncio Apostólico, en la que sin preámbulo alguno se le informaba que el pacto quedaba modificado en los términos de la misma nota. El lenguaje que campeaba en el proyecto era deslenguado. Baste con señalar que en lugar de sacerdotes, clérigos o prelados se usaba la expresión “curas”, que probablemente no fuera muy del agrado de la Santa Sede.

Apenas leyó el memorando el canciller me llamó y sin misterio alguno me comentó que en unos minutos llegarían los juristas Carlos Holguín y Fernando Hinestroza para tratar el tema, y que no había antecedentes de esa peculiar negociación. Los asesores se habían llevado todo. No tuvimos más que unos cinco minutos para preparar la entrevista. Quedé sorprendido por el aplomo del canciller. Tenía cara de mandarín, inescrutable. Escuchó con atención todo lo que le expusieron y de vez en cuando me daba indicaciones, a las que yo asentía con aire de estar bien empapado del asunto.  Logramos navegar en ese torbellino sin naufragar.

Agrego a este sencillo homenaje una anécdota. El canciller Pardo me encargó de la Academia Diplomática, un gran honor. Le dediqué muchos meses, pero un día tuve que enviarle un escrito en el que le agradecía la deferencia pero le hacía saber que me había rebajado el sueldo, que de por si era exiguo. Resulta que el funcionario al que remplacé siguió devengando el salario del director de la Academia, y el 50% de ese salario como ñapa de prima técnica, no por capacidades sino por el cargo. Yo seguí recibiendo un salario muy inferior, correspondiente a un cargo fantasma en planta global, pero me desmocharon un 20% que recibía como prima asignada al coordinador de tratados.

La solución que se ingenió alguien fue que para compensar la rebanada del salario me reconocieran una prima técnica por capacidades, equivalente al 20% del salario, no del cargo que desempeñaba, sino del que figuraba en nómina.  Yo llevaba unos diez años reclamando esa prima por capacidades, que es de índole personal y no depende de la posición, señalando que en la cancillería había una clara discriminación, pues a quien le dieran un cargo le regalaban el 50% del salario como prima técnica, mientras que a quienes demostraban poseer títulos, estudios y experiencia, los blanqueaban o negreaban equitativamente en cuanto a designaciones en cargos de peso, y tampoco les reconocían la prima por capacidades.

La paradoja es que tuve que enviarle al canciller otro memorando para agradecerle el reconocimiento de la prima, pero declinándola. Observé que como sólo me reconocían el 20% del salario significaba que se me consideraba 30% más bruto que los especímenes que por simple razón del cargo recibían el 50%.  Hubo un cocktail esa noche y ese caballero serio pero con gran sentido del humor que era Rodrigo Pardo me saludó y con gracia y sorna me dijo que había solucionado el problema nombrándome embajador.

En cuanto al Concordato, pertenece al elenco de las indefiniciones de la realidad colombiana, aquellas cosas que son como Hepatodrem, que hay que preguntar si se tiene y para qué sirve. Entre otros, el tratado de extradición con los Estados Unidos, las morrocotas de oro del galeón San José y el regreso del Tesoro Quimbaya; la órbita sincrónica geoestacionaria;  la ruta del Sol, la doble calzada a Girardot, el túnel de la línea y el metro de Bogotá; o las máquinas tapahuecos y los 40 camiones carro tanque para regar de agua la Guajira.

Rodrigo Pardo ingresa al Valhalla colombiano, el de los personajes que han dado lustre a la República. Siempre lo recordaremos.

*José Joaquín Gori Cabrera. Embajador de Carrera (r), doctor en jurisprudencia de la Universidad del Rosario, especializado en Derecho Internacional Público de la misma universidad; egresado del Foreign Sevice Programme de la Universidad de Oxford y catedrático de derecho de los tratados y derecho internacional.

 

 

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