Tareas no hechas

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Días de enero

Me despierto en un día (¿qué día es hoy?) de los primeros de enero. Salgo de la cama y empiezo a fluir en la sustancia sin recipiente que es el tiempo de los comienzos de año. Hago mis rutinas de siempre, de cualquier día. Mi café de la mañana es siempre sólo el café de la mañana y nunca el café del lunes o del martes o del domingo en la mañana. Cuando salga a la calle, al mundo de afuera, a esa instancia que antes de mí nombró las cosas, y entre (sí: entre afuera), recibiré la imposición del nombre para hoy, podré saber en qué momento de la semana debo estar y acomodarme a él.

La calle, de entrada, me dice un nombre general: día de semana o sábado o domingo. Al primero lo nombra el ajetreo: los múltiples pasos que atarean el asfalto, los fugaces presentes de carros y carros cruzando ante mis ojos (cada carro que se aleja entra en mi pasado y sigue – ¿hacia dónde?- cargando de presente a quienes lo tripulan); broncos motores arrinconan el silencio en minúsculas grietas cada vez más imperceptibles; abiertas puertas a los mundos coloridos y densos de negocios y bares; voces que compran y que venden; mochilas escolares cabalgan en espaldas de cuerpos que cabalgan sus ciclas. Una cuerda templa el ánimo de todos (sólo acogiéndose a ese temple es posible enfrentar el temple de los otros).

Al sábado lo nombran esos mismos elementos pero más cansados, más poquitos, menos enfáticos; además del suplemento semanal de cultura en el kiosko de la esquina. La cuerda menos tensa, más tranquila la mano que la templa, pero sin soltar el apriete.

Al domingo lo nombra la soleada soledad de la mañana, la apacible placidez de las calles por fin solas como un viejo al que han dejado de molestar los muchachitos; el solo sonido del viento y el paso esporádico de un carro que resalta el silencio; los ebrios ya sin bríos; tenis y sudaderas como uniformes de los buenos propósitos.

Anteayer cuando salí a la calle era domingo; antier al abrir la puerta era el mismo día; ayer cuando volví a salir también lo era; y hoy que salgo de nuevo vuelve a ser. Pregunto a un conocido: ¿Qué día es hoy?, Jueves, contesta. El mundo se ha ido a descansar y ha olvidado dejar el papelito con el nombre encima de cada jornada para que las reconozcamos quienes nos quedamos; lindos días genéricos como ciertos medicamentos; como han sido ellos mismos antes de los nombres, antes de meter el olor en un frasquito. Días como esos televisores que vendían en Maicao: filados en extensos anaqueles, todos iguales, en inmensas bodegas. Uno llegaba y decía: Quiero un televisor; Qué marca quiere, decía el vendedor (todas las marcas eran a mitad de precio); uno decía: Un Sony (o un Toshiba o lo que fuera); el vendedor iba hasta una gran caja llena de logotipos de todas las marcas, revolvía hasta encontrar la de Sony o de Toshiba (o la que uno hubiera escogido), se la pegaba a cualquiera de los televisores bajados de la extensa hilera y lo ponía en las manos del comprador. Uno salía feliz para su casa y veía televisión toda la vida en su Sony (o su Toshiba o la marca que hubiera escogido).

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