Tareas no hechas

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Micro partículas de contentura diminuta

«Gurov pensaba que en el fondo, pensándolo bien, todo es bello en la tierra, todo salvo lo que pensamos y hacemos cuando olvidamos el alto destino de la existencia y nuestra dignidad de hombres.
Alguien se aproximó –un vigilante nocturno sin duda-, los miró y se alejó. Y ese detalle le pareció misterioso y bello a la vez».

Gurov es el personaje masculino de La dama del perrito, el clásico cuento de Chejov. Y ve las cosas así luego de pasar por una experiencia que le ha movido la base desde donde uno siente. Esta mañana pensé, sin pensar, en ese fragmento del cuento, mientras caminaba por el barrio Palermo y miraba el cielo limpio de la mañana porteña y la calle aperezada y solitaria y las fachadas de los almacenes amarilleadas por Sol recién nacido, que acariciaba todas las cosas con la delicadeza y la buena disposición de quien apenas empieza la semana. En el frontón de un almacén el empleado subía la cortina metálica y le contaba al del negocio vecino que había acostado al niño en su cama y que no sabía a qué horas se le había pasado a la suya porque despertó sintiéndolo apretujado a su pecho; el otro sonrió sincero con la noticia más grande del momento, del mundo; en un bar de la Plaza Serrano dos chicas con delantal charlaban plácidas y sacaban las sillas apiladas para acomodarlas a la salida del negocio, con movimientos tranquilos, pausados, como ejecutando un rito. Todo tenía un ritmo sagrado y en el aire titilaban micro partículas de contentura diminuta. Sentí todo eso, vi eso nítidamente, pero no alcanzaba a vivirlo del todo. Las partículas estaban ahí, hormigueaban aladas a mi alrededor y a través de mí, pero no lograban ocuparme completamente, como les ocurría al empleado de la cortina metálica y a las chicas del bar, sin saberlo. Era como si yo estuviera encargado de darme cuenta de esa belleza al precio de no poderla tener. La miraba con avidez, desde el otro lado de la vitrina de un almacén al que no me era permitido entrar. Ahí fue cuando pensé en Gurov y en lo que él descubrió aquella mañana mirando el mar, al lado de la dama del perrito.

Gurov estaba liviano, la reciente experiencia le había quitado el peso de sí mismo dejándolo en un nivel de ingravidez similar al de la belleza; por eso las partículas que lo conformaban se podían mezclar con los sutiles puntitos chisporroteantes que constituyen la base de la vida. Había accedido por un tiempo prolongado y evidente a una experiencia que todos vivimos eventualmente, solo a flashazos y sin darnos cuenta: en la primera micromillonésima de segundo del despertar en la mañana, en el instante relumbrante de la velocidad máxima o del vacío de una caída, en la diminuta punta de tiempo que corona la cima de un orgasmo, en el efímero resplandor interior de la luz del sol que aparece entre las montañas, antes de que relacionemos esas montañas con la tierra que nos oprime. Gurov vivió en ese instante toda la vida, invadido por las partículas sutiles de las que está hecha y que tienen la naturaleza del ascenso, del “alto destino de la existencia”. Una expresión tan rimbombante y que en últimas solo se refiere a una falta de peso, a un despojamiento. Una expresión para la que parece que hubiera que inflar el pecho y que en realidad solo requiere alivianarlo. Y que no dice nada porque solo es un conjunto de cáscaras, de palabras.

Mientras pienso en eso y escribo esto, he sido interrumpido varias veces por Candela, la gata, sinuosa, casi ingrávida, bella, esencia hecha de motitas vibrátiles, con algo de sagrado en sus gestos y de áureo en su presencia, que se sube a la mesa y mete las patas en el teclado para interrumpir mi descripción de la belleza. Entonces la tomo con la energía reconcentrada de mi cuerpo material, la apretó con furia y la tiro al suelo con toda la fuerza de mi densa irritación.

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