Tareas no hechas

Publicado el tareasnohechas

Una peruana le hace el paquete chileno a un senegalés en territorio argentino.

“Paquete chileno” en Colombia es el nombre que se le da a una modalidad de estafa. No sé porqué se llama así y no conozco en persona a ningún colombiano que haya sido estafado de esa manera por un chileno. La modalidad consiste en cambiar un paquete que contiene la plata de la víctima por un sobre o paquete exactamente igual pero lleno de papeles sin valor alguno. El robado se queda con los papeles y el ladrón se va con la plata. Para que el dinero de la víctima llegue al paquete que ha de ser cambiado es preciso un previo proceso de manipulación sicológica y talento artístico. El ladrón primero se ha hecho pasar por una persona buena y desprevenida que acaba de encontrarse una importante suma o que tiene un billete de lotería ganador. Por medio de un despliegue de actuación orgánica que dejaría lelo al mismo Stanislavski, el timador convence a su víctima de que le preste una cantidad de plata que le será devuelta, multiplicada, una vez ambos cobren el billete o partan la suma encontrada. La víctima, conmovida o entusiasmada, va hasta su casa o hasta el banco, si es preciso, para sacar su dinero y depositarlo en un sobre o paquete que podrá tener a la vista, mientras el otro (su cómplice y ahora cercano) va a reclamar el premio o a realizar alguna otra diligencia previa a la repartición de las jugosas ganancias. Cuando el nuevo amigo empieza a demorarse  la víctima abre el paquete y encuentra en vez de su tesoro (generalmente el producto del trabajo y el ahorro de varios años) un zurullo de recortes de periódico. El nuevo amigo, esa persona amable o desvalida o apurada, ha desaparecido para siempre. Y así se consuma el famoso  paquete chileno, una brillante manera que tienen los pobres de robarle a los pobres. Y no es chileno, es universal.

¿De qué país es la maldad? ¿Qué nacionalidad tiene la indolencia? El caso que dio pie a esta nota sucedió el pasado jueves 29 de abril. Esta es la historia de un senegalés al que una peruana le hizo el paquete chileno en Argentina, contada por un colombiano. Pero igual podría ser la historia de un argentino que le hace el paquete peruano a una colombiana en Senegal o la historia de un colombiano que le hace el paquete senegalés a un argentino en Chile o la historia de una chilena que le hace el paquete argentino a un peruano en Colombia. Cualquier de las posibles variaciones de los pobres robándole a los pobres en el mundo.

Modou Abdou Sembene, de 33 años, nacido en Dakar, residente en Buenos Aires desde el 2007, casado y de profesión vendedor ambulante, caminaba tranquilo por la Avenida de Mayo rumbo a su casa, a las cuatro de la tarde del pasado jueves, cuando se le apareció la señora Rosa Amalia Quispe, de nacionalidad peruana y 56 años de edad, quien con expresión compungida le pidió ayuda urgente en un asunto de vida o muerte. Modou Abdou se detuvo y miró el rostro de doña Rosa, en el que aparecía una extraña mezcla de sufrimiento neto y felicidad incompleta. Luego de balbucear uno segundos Doña Rosa pudo articular palabras y le fue posible contar a Modou que se había acabado de ganar un billete de lotería y que la noticia coincidía con la desesperada urgencia de pagar una deuda por la que le iban a embargar la casa, pero que no tenía un solo peso en ese momento para ir por sus documentos y reclamar el premio. Modou, ante tanta información en tan poco tiempo, reaccionó tratando de continuar su marcha, pero en ese momento doña Rosa lanzó un gemido hondo y desgarrador al tiempo que le suplicaba que por el amor de Dios la ayudara, que la Providencia y ella misma se lo recompensarían. En ese momento apareció otra ciudadana peruana, de nombre no registrado, conocida de doña Rosa, quien después de escuchar la historia, tomó el billete y fue hasta una venta de lotería de la esquina, de donde regresó con una sonrisa gigante que corroboraba la veracidad del premio.

La mujer abraza a doña Rosa y le dice que va de prisa pero que la buscará en el transcurso de la semana para que hablen y celebren. Doña Rosa se limpia las lágrimas de felicidad inconclusa y le pregunta a Modou, casi suplicándole,  si tiene dinero que le preste para solucionar su problema inmediato,  sabiendo que cuenta con la garantía del billete premiado. Van a la casa de Modou, quien saca del cajón guardado en la última pieza los euros y los pesos argentinos que ha venido ahorrando durante 4 años de trabajo cotidiano en las calles de Buenos Aires y con los que piensa volver a Senegal a montar su propio negocio. Doña Rosa dice que metan la plata junto con el billete de lotería en un sobre y que lo guarden ahí. Así lo hacen y ella, ahora más descansada y sonriente, parte para su casa en busca de los documentos que le permitirán reclamar el premio, pagar la plata del embargo y partir con Modou. Cuando ha pasado una hora de espera, el senegalés se impacienta y abre el sobre. Encuentra una ringlera de cuadritos recortados de páginas del diario Clarín. Abre y cierra los ojos. Corrobora. Mira varias veces. No puede creerlo. Sale llevándose las manos a la cabeza y luego de media hora de andar como un loco por el centro de Buenos Aires, encuentra a Doña Rosa caminando por los alrededores de la calle Florida. Doña Rosa parece no reconocerlo. Modou le reclama la plata y la mujer dice que nunca antes lo ha visto. Modou cree que se trata de un mal sueño y espera que su madre lo despierte en su casa de Dakar. Pero no despierta. Se desespera cada vez más. Manotea y grita. Doña Rosa permanece impasible y sorprendida, ante la mirada de los transeuntes. Modou parece perder el juicio y manda un golpe con su monumental brazo africano sobre el cuerpo enclenque de Doña Rosa. Enceguecido repite el golpe.  La gente se arremolina y llega la policía. Modou es apresado.

Una vez en la inspección de policía, agotado de impotente indignación, Modou se pone a llorar como un niño, a moco tendido y mira hacia la nada como un naufrago. Los policías,  que saben de qué se trata, se conmueven pero nadie puede hacer nada. En la ciudad, un descuido de segundos te puede costar la pérdida de toda tu vida pasada y el derrumbamiento de toda tu vida futura.

Cuando me enteré de lo que le ocurrió a Modou mi  mentalidad antioqueña lo primero que hizo fue maravillarse de que aún existiera gente en el mundo que cayera en el ardid del paquete chileno. Para un desconfiado cerebro colombiano la fe en el otro es ingenuidad. Le conté la historia a Sebastián Mejía Jaramillo (aquel muchachito paisa de clase media al que los padres le están pagando un posgrado barato en Argentina) y me contestó: “Por guevón”. No lo dijo, pero creo que quizo decir: “Se lo merece”.

Moduo no se merece eso y no es un “guevón”. Es sólo que los senegalés (que han llegado a Buenos Aires vía Brasil, trayendo como equipaje unos cuantos dólares, su idioma francés y su espiritualidad musulmana, para enfrentar un mundo ateo que habla en español y que sólo cree en el dinero y en el sálvese quien pueda) son gente buena, todavía. La maldad aun no hace parte de su visión natural del mundo. El proceso de deterioro moral de esta población apenas está empezando acá. Creo que Moduo, por ejemplo, ya no volverá a ser el mismo y estoy seguro que algo en él ya se cerró para el amor al prójimo y la solidaridad con el necesitado. Aprender a vivir en el mundo es aprender a deteriorarse espiritualmente. Sin embargo, en Buenos Aires la mayoría de senegaleses todavía tienen ese componente de humanidad y fe en la gente que les permite detenerse a ayudar a una mujer de cincuenta años que sufre en la calle. Los argentinos son el término medio entre los senegaleses y los colombianos. Aunque están más relacionados y familiarizados con la maldad y la indolencia, los porteños conservan todavía algo que a los colombianos nos parece humano y hasta ingenuo (incluso en sus momentos más atroces); ese rasgo de bondad que nos parece tener toda sociedad en la que aún no se corta a las personas en pedacitos con motosierras.

Lo cierto es que en este momento Modou es el acusado en un proceso penal. Doña Rosa está libre y dice no saber nada. Es la palabra de ella contra la palabra de un negro en Buenos Aires. No uso la expresión “negro en Buenos Aires” acudiendo a la zalamería a veces un tanto prejuiciosa de los defensores de minorías. Aunque es cierto que en Buenos Aires no es bueno ser negro, como no es bueno ser boliviano o paraguayo o indígena o peruano o argentino pobre. Pero es peor ser negro. Modou, además de serlo tiene ahora las manos vacías y es el monstruo que golpeó a una mujer en plena calle. ¿Qué sentiría yo frente a una persona que detuvo mi camino, lloró ante mí, conmovió mi corazón, despertó mi solidaridad y mis mejores sentimientos, para luego robarme el producto de años de trabajo y sacrificios en un país ajeno en el que se me mira por encima del hombro? ¿Y qué sentiría después de ver a esa persona diciendo, con la mayor indolencia, que no me conoce ni sabe de mis pertenencias? Sólo escribiéndolo me dieron ganas de matar. No es un problema de la ley, que está actuando con base en las circunstancias objetivas. Es un problema de las personas. Del hombre humano deteriorándose. Y más grave aún: de los hombres humanos que más deberían y más necesitan ayudarse entre ellos.  Hablo de nosotros: de los peruanos, de los argentinos, de los chilenos, de los paraguayos, de los colombianos, de los africanos, de los venezolanos (los pobres del mundo, incluidos los pobres que se creen un poco superiores a los demás pobres), que nos robamos entre nosotros, que nos discriminamos entre nosotros, que nos despreciamos entre nosotros, hasta quedar con ganas de matarnos unos a otros y ahorrarle a los verdaderos ladrones, a los dueños de todo, el esfuerzo de irnos matando de a poquitos como lo vienen haciendo hasta ahora.

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