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El mago áureo

 

Santiago Muñoz Calvo*

Cuando estaba en sus pies el balón rodaba con gracia, casi lentamente. Un leve toque con la cara externa de su botín derecho movía a la esférica lo suficiente para evadir la feroz barrida del zaguero rival. Luego, con elegancia, movía su pierna para evitar el golpe mientras su botín zurdo realizaba el siguiente enganche. Cuando Zinédine Zidane jugaba, la gravedad se acrecentaba: caía el balón, que no rebotaba luego de tocar sus guayos a menos que él lo quisiera. Caían sus rivales, que trataban de detenerlo y terminaban de espaldas contra el pasto. Caían las mandíbulas de los atónitos espectadores que presenciaban sus actos de magia.

Nació en el seno de una familia de inmigrantes argelinos en Marsella, puerto bañado por la deslumbrante costa azul francesa. Sus padres habían huido antes del inicio de la guerra de independencia de su país y se instalaron en la bella ciudad costera. Allí fue donde surgió su pasión por el deporte rey viendo a Jean-Pierre Papin y a Enzo Francescolli brillar con la casaca celeste del Olympique de Marseille. Zinedine soñaba con emular al elegante media punta uruguayo al que apodaban El Príncipe: al parecer, no esperaba convertirse en rey.

Pasó por varios equipos locales antes de ser fichado por el AS Cannes y más adelante por el Girondins de Bordeaux, en el que junto a sus compañeros Dugarry y Lizarazu se destacó en la liga local y luego en la selección francesa, a la que llegó en 1994 y, dos años más tarde, en 1996, luego de una excepcional actuación en la Eurocopa disputada en Inglaterra, fue fichado por la Juventus de Turín en la que había jugado Michel Platini, quien luego se convertiría en su predecesor. En 2001 sería transferido al equipo en el que todo futbolista sueña jugar, el Real Madrid, por 73.5 millones de euros, cifra récord pagada por un jugador, hasta ese momento.

Zidane sólo cosechó glorias. Ganó todo lo que pudo, tanto individualmente como en equipo, con su club como con su país. Era un rey, un rey Midas del fútbol que a diferencia de convertir en oro lo que tocaba con sus manos, lo hacía con los pies: ganó el Balón de Oro, fue parte del Once de Oro tres veces, alzó la áurea Copa del Mundial 1998. Además, tres veces Jugador Mundial FIFA. Su juego era un deslumbramiento. Un diseñador de la marca de guayos que lo patrocinaba pensó igual y le hizo unos botines dorados, con los que surcó el césped de los estadios alemanes en el Mundial 2006. Ágiles gambetas y giros casi de ballet dejaban a sus rivales inmóviles, como si Dionisio le hubiera conferido el mismo don que a su antecesor griego: Zizou convertía en estatuas doradas lo que dejaba a su paso.

Su técnica era impoluta: aunque Roberto Carlos le hiciera un cambio de frente con mayor potencia a la que le imprimía a uno de sus tiros libres, Zidane detenía el balón y lo descansaba con gracia sobre su empeine. No lo dejaba caer, lo elevaba de nuevo y lo pasaba por sobre la cabeza de un defensa. La gravedad hacía su efecto y el balón caía por segunda vez sobre sus botas. Uno, dos, tres rebotes más siempre sobre sus pies, hasta que la bola, embriagada, finalmente tocaba el suelo para seguir moviéndose de forma sutil, entre guadañazos y tacos de metal del contrario que, claro, nunca la alcanzarían.

Es como si la mitad del tiempo le molestara que el balón hiciera contacto con el césped, como si le disgustara que estuviera quieto… como si el momento previo al pitazo inicial fuera una eternidad. El mago de Marsella hizo algunos de sus mejores trucos con el balón en el aire. Aquel centro que le llegó por la izquierda una noche en el Hampden Park de Glasgow, lo transformó en un truco digno de Copperfield. Sus rivales vestidos de rojo y negro y sus compañeros merengues quedaron estupefactos ante este brochazo de pierna zurda que dejaba al portero teutón petrificado y que le otorgaba la novena Champions League a su histórico equipo.

No todo tiene un final feliz, tampoco un final perfecto. El partido definitivo de la Copa del Mundo 2006 sería escenario del último espectáculo de este artista, que hacía sutiles pinceladas a la Monet con la diestra y violentos pero espectaculares trazos a la Pollock con la zurda. A los 34 años decidió dejar el fútbol por la puerta grande; el marco de la final lo valía, sería un cierre con broche de oro. En el Estadio Olímpico de Münich todo pareció estar en cámara lenta cuando Zizou clavó su botín derecho en la grama junto al punto penalti. Tocó con suavidad la parte inferior del balón imitando a Antonín Panenka en la final de la Eurocopa del 76. Gianluigi Buffon se lanzó a la derecha pero la esférica flotó en suspenso hasta golpear el travesaño por debajo y rebotar detrás de la línea de gol. El mago ponía el uno a cero de su final soñada.

El sueño se fue convirtiendo en un mal sueño con el empate de Materazzi y poco después se volvió una pesadilla protagonizada por el mismo zaguero italiano. Tras un cruce de palabras del que sólo se conocen especulaciones, el astro francés, el caballero, el artista, clavó su cabeza calva en el pecho del espigado defensor. Este acto inverosímil no fue visto de inmediato por el juez central Horacio Elizondo, sino por su cuarto asistente, Luis Medina Cantalejo, quien de inmediato informó al réferi lo sucedido. El argentino alzó su mano derecha con la tarjeta roja entre sus dedos y, cual un antagónico Dionisio, puso punto final a la historia como jugador de este Midas del fútbol que bañó de oro casi todo lo que tocó con sus pies…

Mientras la Copa Mundo resplandecía, Zizou,con un sinsabor y una melancolía inusuales, bajaba las escaleras del estadio alemán hacia los camerinos. Fue el adiós de un grande, de un mago, de un artista que perdió la cabeza ad portas del retiro ideal. No fue el final perfecto ni mucho menos, pero la perfección no existe ni en la vida ni en el fútbol. El Midas francés tuvo que dejar a un lado lo único que no pudo convertir en oro.

* Estudiante de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Pontificia Bolivariana. Colaborador de El Magazín, en Medellín.

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