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The Beatles: de la leyenda al mito

Por: Nicolás Pernett

El titular del 10 de abril de 1970 dejó al mundo en tinieblas: «Paul deja a los Beatles». La banda realmente había terminado desde septiembre del año pasado, cuando John Lennon le había dicho a Paul McCartney, poco después del lanzamiento de su último disco, Abbey Road,  que «quería el divorcio», después de poco más de una década tocando juntos. La música que hicieron juntos durante esa década, junto con George Harrison y Ringo Starr, había sido el alimento espiritual de toda una generación, pero ahora el sueño había terminado y era hora de anunciarlo al mundo. De eso hace ya cincuenta años.

Hasta hace poco, los historiadores decían que medio siglo era lo mínimo que se debía esperar para empezar a estudiar un acontecimiento y valorar su verdadera importancia en la historia. Pero con los Beatles no pasó así. Casi desde que empezaron a ser famosos se les empezó a denominar «un fenómeno histórico» y, después, cuando sorprendieron al mundo álbum tras álbum con una creativividad sin pausa, muchos sospecharon que pertenecían a la posteridad tanto como a su presente. No se equivocaron: desde sus días como grupo hasta hoy ellos han sido la medida de cualquier éxito musical o fenómeno cultural masivo, y ninguno ha podido repetir su magnitud. Sus vidas se hicieron historia y su historia se hizo leyenda rápidamente.

Además, la continua aparición de material nuevo hace que sigan ganando nuevos fanáticos y aparezcan punteando listas de ventas incluso en el siglo XXI. Desde videos remasterizados hasta videojuegos en los que se puede tocar con ellos, pasando por las constantes reediciones de sus discos con versiones inéditas de las canciones, cada años los viejos y nuevos fanáticos  son capaces de renovar su devoción por la banda y enamorarse con ellos como la primera vez. Los Beatles mezclan a trasendencia y la inmanencia. Al mismo tiempo que ganaron desde hace mucho la categoría de clásicos, siguen ofreciendo la emoción de una primera vez cada vez nueva a su público. Son al mimso tiempo un eterno presente y una eterna posteridad. Dentro de cincuenta años, cuando ya no esté ninguno de sus cuatro integrantes originales y los jovenes de ese momento puedan revivir la experiencia de ir a uno de sus conciertos a través de algún tipo de realidad virtual, se seguirá hablando de ellos en presente, como si estuvieran allí, tan viejos y tan nuevos como el sol de cada mañana.

Esta cualidad de inagotable presencia no es extraña para nosotros. La humanidad la ha conocido desde siempre en sus mitos, que siempre están sucediendo en el presente a la vez que son infinitamente viejos. En el mito más famoso de Occidente, Jesús nace cada año en diciembre y muere cada año en Viernes Santo, solo para empezar de nuevo el ciclo al año siguiente, como las estaciones. De esa misma manera recordamos a los Beatles: como un mito, y en cada fecha redonda conmemoramos las fechas de su ministerio musical con reactuaizaciones de sus significados.

No es la primera vez que se comparan a los cuatro de Liverpool con el profeta de Nazareth. El mismo John Lennon dijo en una entrevista de 1965 que el rock and roll (no solo los Beatles) significaban más para los jóvenes que el cristianismo. En ese momento los evangélicos quemaron discos del grupo y anunciaron abiertamente su intención de matarlo por blasfemo. Una vez más, los dueños absolutos de la verdad no permitirían otra opción que la muerte a un vocero tocado por la gracia que decía en voz alta lo que muchos sentían en el aire. Pero Lennon tenía razón. Tal vez se equivocó como tantos otros que han previsto la desaparición de la religión, pero acertó al reconocer que en la música de guitarras y de ritmos sincopados había una fuerza capaz de ser tan culturalmente significativa y perdurable como lo fue la prédica de los apóstoles.

¿Y qué fueron los Beatles sino una especie de apóstoles de la hermandad y la alegría en tiempos de la aldea global? Fueron la encarnación en la Tierra de una sola música verdadera en cuatro personas distinas. Esta vez una congregación sin un mesías central, sino una especie nueva de tetranitarismo que selló una vez más la alianza entre la música de las esferas y los que tuvieran oídos para escuchar. Sus propios nombres nos parecen hablar de una reminiscencia apostólica, con John (Juan), como el evangelista que sintetizó en un mensaje claro en qué consiste el nuevo mandamiento: todo lo que necesitas es amor; y un profeta planetario llamado Paul (Pablo), que aún hoy, con casi ochenta años, sigue viajando por el mundo y traduciendo a cada país y a cada nueva moda musical el mensaje del grupo original. Aparte de este tándem de dilectos, estaría George Harrison como el primero al que se le cayó la venda de los ojos y reconoció que era Dios el que está presente en la magia de los Beatles y por eso lo empezó a alabar sin ambages en sus canciones a través de sus diferentes nombres: Krishna, Alá, Brahma, Jehová. Y Ringo sería el hermano menor (aunque era el de mayor edad), al que todos pueden remitirse para encontrar un refugio amoroso y humano en medio de los avatares del superestrellato.

Como los antiguos profetas, estos también probaron su fe en la música en sótanos como catacumbas de Hamburgo y de Liverpool, revivieron a los dormidos diciendo «levántate y baila» y fueron tentados por los mefitófeles del mercado, que les ofrecieron todas las riquezas del mundo si se repetían eternamente y abjuraban de su santa rebeldía, como habían hecho con Elvis, el profeta que había llegado antes que ellos, y al que condenaron a repetir hasta la muerte el mismo ciclo de malas película y regulares conciertos para aplacar su revolucionaria energía. Los Beatles lograron escapar del peligro de nunca cambiar, dijeron que no al conformismo de la tradición y se reinventaron con cada nuevo año, predicando con la práctica la libertad, la rebelión frente a lo establecido y la alegría de la eterna juventud. Mientras tanto, al otro lado de los parlantes, millones de escuchas repetimos desde entonces el eterno ritual de entrar en comunión a través de la música, pero esta vez a través de una misma música que resonaba en todos los extremos del mapa en tiempos de ecumenismo pop.

Al final, y después de apenas siete años de vida pública, los Beatles se separaron en el momento de su apoteósis sin darle tiempo al tiempo de desgastar su leyenda. Con pelo largo y barba, apartaron de sí el cáliz de ser cuatro expresiones de la misma entidad, cansados de tener que sostener el mito de los Beatles, y volvieron a ser hombres, para repetir la comunión creativa que habían tenido con el grupo pero esta vez con sus propias familias. Pero no podrían escapar por completo de su sino mitológico y dos de ellos, los más rebeldes, John y George, terminaron teniedo finales violentos, como les había pasado a los mártires. Un desquisiado criado en la cultura del consumo de celebridades de Estados Unidos y con demasiadas facilidades para conseguir un arma acribilló a Lennon en la puerta de su apartamento el 8 de diciembre de 1980. Por su parte, George Harrison recibió el ataque de otro obseso que ingresó a su casa el 30 de diciembre de 1999 decidio a matarlo porque pensaba que los Beatles eran brujos que debían ser erradicados del mundo (el diablo también actúa de formas misteriosas). George no murió ese día, pero las puñaladas que recibió en sus pulmones ayudaron a que reapareciera un cáncer que ya había superado y que lo terminó matando en noviembre de 2001. A veces se nos olvida este perturbador hecho, pero hay que recordar que dos de los Beatles, ese grupo que pareció no darle al mundo más que felicidad, sufrieron atentados mortales, algo que no ha pasado con ningún otro grupo de rock de la historia. Debe ser porque ellos no fueron cualquier grupo. Fueron la actualización de un antiguo mito que probablemente siga reapareciendo por los siglos de los siglos: el de los mensajeros que se ganan la muerte y la inmortalidad por el acto revolucionario de predicar el amor.

Como pasa con todos los mitos, la historia de los Beatles termina una vez más con el aniversario número cincuenta de su separación. Pero volverá a renacer en unos pocos meses cuando estemos otra vez hablando de los sesenta años de la primera vez que los cuatro fantásticos se encontraron en Hamburgo cuando estaban en dos bandas distintas. Y después de esto, vendrán de nuevo las rememoraciones de los grandes hitos de su carrera: su primer sencillo, «Love me do», la conquista de América, la experimentación de Revolver y Sgt. Pepper, entre varios otros. Y, al final, de nuevo el recuerdo de la última canción de su último álbum, en la que dicen: «y al final, el amor que diste es igual al amor que tomaste». Para, después, empezar de nuevo el ciclo. Y que así sea.

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