Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Jorge Amado († 6.8.2001)

Parece que fue ayer y son ya 18 años los que nos separan del día en que Jorge Amado se mandó mudar al carnaval del Valle de Josafat.

Pero lo sigo recordando como si fuese ayer.

En 1972, cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura al escritor alemán Heinrich Böll, su modesta reacción fue preguntar: «¿A mí sólo? ¿y no con Günter Grass?” En 1999, cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura al portugués José Saramago, la primera reacción que esperé de él fue que preguntase: «¿A mí sólo? ¿y no con Jorge Amado?»

Pues éramos muchos los que pensábamos que cuando por fin, al cabo de un siglo, la Academia Sueca se dignó acordarse del idioma de Camões, lo debía haber hecho dividiendo el premio entre Portugal y Brasil; y si bien era evidente que en Portugal igual podían habérselo dado a José Saramago que a José Cardoso Pires, Antonio Lobo Antúnes, Miguel Torga o Augustina Bessa Luis, también era evidente que en el Brasil, muertos Carlos Drummond de Andrade y Guimarães Rosa, el único Nobel indiscutible era Jorge Amado.

Sólo dos años más tarde ya fue demasiado tarde. Pero Jorge Amado ingresó en la nómina de los no–Nobels, que es más noble y selecta que la oficial: en ella figuran Zola, Rilke, Tolstoi, Ibsen, Galdós, Borges y Mary McCarthy. Bastaría con citar tan sólo estos siete nombres, aunque son muchos, son muchísimos más.

Recuerdo la primera ocasión en que me encontré personalmente con Jorge Amado. Fue en septiembre de 1976, en la Feria del Libro de Francfort, aquél año dedicada a América Latina, «un continente por descubrir». Y a él lo descubrí, después de varias cartas que llevábamos cruzadas, parado ante el pabellón de Guatemala. Me presenté y conversamos a la sombra tutelar de su viejo y gran amigo, ya fallecido, Miguel Angel Asturias.

La segunda y última oportunidad en que me lo encontré fue bastantes años después, en París, saliendo mi esposa y yo de casa de la poeta cubana Zoé Valdés y caminando hacia la boca de metro Bastille. También ahí conversamos un ratico, en plena calle, sin que mi esposa pudiera quitarle los ojos de encima: su libro predilecto es una maravillosa novela de Amado, Gabriela cravo e canela, cuyo ejemplar atesora dedicado por él.

Sólo dos veces lo vi y charlé con él, pero a pesar de haber sido tan pocas, siempre lo he sentido cerca, sus libros son de los que tengo siempre a la mano, de aquellos a los que siempre he vuelto y en los que siempre he encontrado cosas nuevas a cada vez que los leo. Es uno de mis autores de cabecera, y tengo la satisfacción de haber sido quien le propuso escribir un radioteatro para la emisora en la que me desempeñaba como redactor, y que él, a pesar de sus reticencias iniciales, aceptase escribirlo, como lo hizo.

Es una pieza breve titulada A Universidade Popular do Pelourinho (el hermoso viejo barrio de Salvador/Bahía alrededor del cual giran muchas de sus ficciones). Conservo como oro en paño el manuscrito original de ese texto y la carta que lo acompañaba, de la cuál cito: «Como le dije anteriormente, jamás escribí un texto para la radio, éste es el primero. Usted verá si le sirve. Si le sirve, lo utiliza. En caso de que no sirva, déjese de ceremonias, no lo utilice, mándeme decir que no sirve, no me ofenderé». Estas fueron sus palabras, literalmente traducidas del «portugués con azúcar» (como decía el gran Eça de Queiroz) que es el idioma del Brasil.

Con Jorge Amado desapareció el novelista de más largo aliento del siglo XX, autor de una obra de un sabor único, con un inimitable ritmo de samba y el olor siempre fresco y renovado de Bahía oreando sus miles de páginas.

En una de ellas, de sus heterodoxas memorias Navegação de Cabotagem, dejó dicho lo siguiente: «Inmune a la envidia, estoy libre para la admiración y la amistad, ¡qué belleza! Nada más triste que alguien que sufre con el éxito de los demás, que es esclavo de la negación y la acidez, que babea envidia, se rebaja al despecho, un infeliz».

Tal vez el mejor epitafio para este hombre que era feliz gozando con el éxito de sus amigos. Siga descansando en paz (y en Yemanyá) el más universal de los bahianos.

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