Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Teatro de bolsillo, de Ana Larravide

No es la primera ni será la última vez que le cedo este espacio a una de mis amistades para que publique un texto de su autoría. Lo hago por puro egoismo, para que mi blog mejore su nivel.

Hoy quiero ofrecerles un teatro de bolsillo de mi amiga Ana Larravide, escritora y dibujante uruguaya que reside en mi Buenos Aires querido, ese que ya no volveré a ver. Y apenas leerlo se lo pedí para mi blog y me lo cedió generosamente, en lugar de quedárselo para publicarlo en su propia página web:

http://www.larravide.com/

Gracias, Ana. Y a ustedes, mis fieles lectores, les dejo ya con su texto.

 

POR LAS DUDAS

 

Conferencia de prensa
Hombre elegante pero informal, con pinta de arquitecto, a la izquierda.
A la derecha, cuatro periodistas (1, 2, 3, 4) con micrófonos.

– El premio con el que lo honra el Colegio de Arquitectos destaca su imaginación: en todas sus casas hay… una habitación sin techo. ¿No es absurdo? ¿Por qué hace eso?
– Para mirar el cielo y poder sentir a mano las estrellas. Y el viento. En la cara.
– Siempre incluye surtidores o fuentes.
– Porque el ruidito del agua tranquiliza.
– ¿No le parece imposible que sus casas tengan, todas, jardín?
– En todas debería ser posible cultivar un limonero. Y secar la ropa al sol.
– Proyecta en ellas sala de música, biblioteca, taller; pero no dormitorios, ¡sólo tatamis!
– Cualquier lugar es bueno para descansar y soñar. Puede ser distinto, cada día.
– Sus cocinas son tan, tan espaciosas: ventanal, horno de pan… fogón…
– La cocina es el corazón, de la casa. La ilumina y alegra, como la llama de fuego embellece las manos que la protegen del viento.
– Usted no diseña salones ni lugares de fiesta.
– Basta con la cocina, para toda reunión.
– Son, las suyas, casas de una planta. No entran muchas, así, en las ciudades.
– Pueden modificarse, las ciudades. Pueden modificarse. Eso espero.

Se apagan las luces de la sala de prensa.
Cuando vuelven a encenderse sobre la escena son muchas, cruzadas luces
de colores. Ruido de fiesta. Brindis entusiastas al homenajeado.

El homenajeado vuelve a su casa.
Sobre un banco alto de arquitecto una lámpara de brazo largo, encendida.
De pie, tamborilea tristemente sobre el banco, con una regla.
Se detiene, la deja caer.

– Qué espanto… Nadie me quiere… Estoy muerto de desesperación.

Música de Lionel Hampton.
El protagonista, sentado en el suelo (como si fuera un niño de dos o tres años). Juguetes. Un xilofón.
Entra una mujer joven con un inmenso sombrero hecho con alambre y tul.
La música se interrumpe bruscamente.

– Mamá.

La mujer no lo mira. Comienza a sacarse el sombrero con cuidado.

– Mamá… ¡mamá!
– Hola bebé. –sin mirarlo, concluye de sacarse el sombrero.

Lo empieza a guardar en una enorme caja de cartón, cilíndrica.
El niño toca el xilofón, fuerte. Ella, sin mirarlo:

– Ssshhhhhhh…

El niño vuelve a tocar, menos fuerte.

– ¡Sssshhhhhh! A mamá le duele la cabeza.

Él da dos golpecitos tímidos en el xilofón.

Ella lo mira y dice firmemente:

– Niño bueno. No hace eso. Mamá quiere mucho al niño bueno que no hace ruido. Shhhh.

El niño entonces quiere abrazarla. Ella se escapa. Deja el sombrero de tul sobre el banco alto o un tablero. Toma la sombrerera de cartón. Y una linterna que está sobre el banco, y unas tijeras; se sienta en el suelo cerca del niño, más jugando para sí misma que para él: recorta una puerta y una ventana en la caja de cartón. Con la linterna juega a proyectar luces desde adentro. La escena se oscurece. Ella mueve las luces, las intercepta con la tapa de la caja, las vuelve a proyectar. Embelesada dice:

– ¡Qué lindo!… ¡Qué lindo, el espacio… la luz…!
– Eso es lo que a ella le gusta. ¡Me querrá si juego con la luz…!

El personaje/niño se duerme, en el suelo.

La madre acomoda la caja a su lado. Y dice amablemente:

– Shhhhhhh…

Se lleva la luz.

Cena en un restorán. Se sabe que es refinado por la luz íntima, el silencio, por cómo están vestidos los dos. Su mujer, muy erguida, habla, habla, habla. Lo ignora.
Esta escena debe ser más graciosa que dramática y mostrar la imposibilidad de él para expresar sus emociones y ser escuchado.

– Me gustaría…
– Volvió Totó de New York –dice ella, moviendo los cubiertos con elegancia.
– Hace tiempo que querría…
– Estuvieron en Sardis. Y, qué casualidad: estaban allí los Iraola.
– Siento un dolor que no tiene nombre.
– Los Iraola, con los Swift… –ella extiende la mano sin mirarlo– Pepper, please?
– Pimienta. Cómo no. ¿Algo más?

De pie, en medio de la escena, él con su amante.
Gordita, agradable, con distinto color de pelo que su mujer; vestida de colores suaves.
Ella lleva puesto un gracioso sombrerito. Él quiere abrazarla, besarla. Ella dice:

– No… no…
– ¿Por qué no? –intenta besarla nuevamente.
– Porque no sos capaz…
– ¿Capaz de qué? –se aparta de ella apenado.
– Porque no sos capaz de decirme… ni siquiera… –se pone a llorar– ¡Ni siquiera sos capaz de decirme si te gusta mi sombrerito!

Él, ya no en actitud de niño sino adulto, se cruza con su madre, que lleva puesto el gran sombrero de tul. Y la linterna encendida en la mano, moviéndola como un abanico luminoso en la penumbra de la escena.

– Mamá.

Ella sigue de largo, moviendo la linterna/abanico, apurada. No lo mira. Se va.

– ¿Mamá?

Música de Erik Satie, Gimnopedias.
La madre vuelve a escena. Lo enfoca con su luz, lo mira. Dice:

– Sssshhhhhhh…

Él, caminando. Lo cruza una gitana.

– Hola guapo. ¿Leo tu suerte?
– No. No, por favor.
– No te costará mucho. Y sabrás…
– No.
– Venga. ¡Qué linda mano! ¡Mano de pianista!
– Señora. Adiós.
– ¡Se ve tan claramente!… Sufres mucho… Sin embargo, te admiran. Hay triunfos por aquí. Pero hay algo, algo… que hace mucho no has podido decir.

Él, con la mano libre saca monedas del bolsillo y se las da. Se suelta, se escapa, dice:

– Adiós.
– Pobrecito –la gitana lo mira alejarse.– Y tan guapo que es.

Su casa. Su mujer, sentada frente a un espejo imaginario se está poniendo un sombrero. Ni grande ni chico, sin gracia. Ella comienza a darle órdenes y encomendarle cosas:

–Reservé los pasajes para Jamaica así que, vos, podrías…
– No.
– ¿No?
– No.
– ¿No te gusta Jamaica? –mirándose al espejo, de espaldas a él y torciendo el sombrero hacia un lado– Nunca dijiste que no te gustara Jamaica…
– No me gusta Jamaica. No me gusta que hables sin parar. No me gusta tu sombrero.

Ella empieza a sacárselo y a girar hacia él.

– Pero no hace falta que te lo saques. Ni que te calles. Ni te hace falta tenerme enfrente, para seguir hablando, hablando. Sin mí vas a sentirte… como siempre.

Coloca una silla vacía enfrentada a su mujer, que concluye de girar y que apoya su sombrero en la falda. Ella mira fascinada la silla vacía. Él dice:

– Adiós.

Él entra por un lado de la escena, su amante por el otro. Ella tiene puesto el minúsculo y gracioso sombrerito. Se sientan frente a una mesa de cocina, de madera, sin mantel, con una vela encendida y dos copas de champán. Ella dice:

– Qué lindo lugar, qué linda luz, tan romántica, me gusta que hayas elegido volver aquí.
– ¿Estuvimos aquí… alguna vez?
– La primera vez.
– ¿Cómo fue?
– Era la inauguración. Me acerqué: dije que me encantaba la fuente, el murmullo del agua.
– Si. Dijiste eso. Pensé entonces que serías capaz de escuchar mi corazón.
– Te dije que es genial este espacio a cielo abierto, para mirar las estrellas…
– Creí que había encontrado alguien con quien mirarlas.
– Pero después…
– ¿Después?
– Después… Cuando me encontré otras veces con vos… sentí que hay algo desesperado y falso, al mismo tiempo, en ti. Eso me fue apartando.
– ¿Desesperado y falso?
– Siempre querés abrazarme con desesperación. Pero nunca siento que a quien querés abrazar es a mí… Es como si quisieras encontrar abrazos y besos que te faltan. Pero sin mirarme, sin hablarme… sin que puedas decirme qué sentís, que deseás ni qué te pasa conmigo. A veces creo que sólo soy un refugio para tu desesperación.
– Ay…
– ¿Ay?
– ¿Qué te parece falso?
– Lo que das.
– ¿…?
– Das tu fama, tu fortuna, tu prestigio. Al principio, una cree que en esas cosas estás vos.
– En eso estoy. Claro. Eso soy.
– ¿Sos sólo eso?… Reencontrarnos aquí me gustó, porque recordé la vez en que te conocí y cuánto me deslumbró la belleza que sos capaz de conseguir con la luz y el espacio… ¡Cómo me dejé engañar por el murmullo de tu fuente y por tus cielos estrellados!
– No quise engañarte.
– Pero vos… no estás en todo eso. No entiendo por qué hacés estas cosas.
– Para ser querido.
– Parece que las hicieras para conseguir un premio, nada más.
– Fue lo que aprendí.
– Pobrecito.
– ¿Qué puedo hacer?
– Para ser querido hay que mostrar el corazón.
– Lo escondí, hace muchos años.
– Para ser querido hay que dejar hablar al corazón.
– Lo hice callar, hace muchos años.
– Hacer callar el corazón es como morirse.
– Mi corazón hacía… demasiado ruido.

El sopla la vela encendida sobre la mesa.
La escena queda a oscuras. Los dos dicen:

– Adiós.

Muy linda luz. Diáfana. Música casi inaudible: “Construcción”, de Chico Buarque.
Dos hombres con largos rollos de papel en la mano se muestran el plano de una casa y lo comentan con animación. Él entra. Los mira.
Saluda ampliamente con la mano, despidiéndose de ellos:

– Adiós.

Proyección en la pared de la foto –o dibujo– de una tienda que vende instrumentos musicales y CDs. Suena “El capitán de su calle”, de Joaquín Sabina (*)

Porque sabía
que la verdad desnuda
guarda oculta detrás de la corteza
el hueso de cereza
de una duda.

Él va siguiendo el ritmo, probando instrumentos, por ejemplo un xilofón o un piano (electrónico).
Entra por el otro lado una muchacha, distinta a las mujeres que aparecieron antes, sin sombrero de ninguna clase.
De espaldas a él, también prueba instrumentos musicales (invisibles o no).
Él cada vez se entusiasma más, toca con mucha alegría el piano.

Y se reía
con la melancolía
que le da la razón a la tristeza
cuando los labios pierden la cabeza.

Ella deja de tocar, lo escucha… después acompaña el ritmo en su instrumento.
Se dan vuelta: enfrentados uno al otro se sonríen.
Se acercan. Y puestos en un mismo lado tocan juntos el piano.

Pero él besaba
para recuperar
los besos que le faltaban.

Sube el volumen de la canción:

Y se reía
con la melancolía
que le da la razón a la tristeza
cuando los labios pierden la cabeza.
Porque sabía
que la verdad desnuda
guarda oculta detrás de la corteza
el hueso de cereza
de una duda…

Se sonríen, ampliamente, uno al otro.
Imagen congelada, un minuto, en esa sonrisa comprensiva.

CORTE BRUSCO DE LA CANCIÓN
Después, los dos saludan de pie, con una alegre reverencia.

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(*)https://www.youtube.com/watch?v=hSss7hfuUeI

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