Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Con Annuchka en Bruselas

El 15.9.2006 le escribí a Ana Istarú:

«Tovaricha Annuchka Istarúsova,
con independencia de los recuerdos gratos relacionados con la familia, mi vida ha valido la pena por muy pocas, sólo un par de epifanías, y te juro que puedo rebobinarlas todas en la cámara oscura de mi memoria.
Las primeras lecturas de Rilke en alemán, allá por 1964, cuando descubrí que sabía leerlo en ese idioma hasta un año atrás absolutamente desconocido para mí.
Una puesta de sol en el puerto de Huelva, un día del verano de 1968 en que pareció que el aire se volviese rubí en estado gaseoso, y la cenefa del horizonte del color que los alemanes llaman verde veneno.
La primera vez que escuché «Le plat pays», allá por 1969, en casa de un amigo argentino que adoraba a Jacques Brel.
El gol que Pelé no le coló a Banks, verano del 70 en México, visto por la televisión, el fútbol como poema, como ballet, como proeza.
Allá por 1977 la cara resplandeciente de maravillada sorpresa de mi hija Montse en la Ópera de Colonia, en el momento de alzarse el telón durante la obertura de El holandés errante.
La llegada a Venecia, un día de junio de 1980, esos primeros intensos minutos en el vaporetto, por el Canale Grande, entre la estación de ferrocarril (¡Santa Lucía!) y la parada en la Piazza de San Marco.
La lectura devoradora de La estación de fiebre, un día de octubre de 1984 en el Gran Hotel de San José, mirando por la ventana la fachada del Teatro Nacional.
La primera vez que vi la película Pygmalion en su original inglés, con Leslie Howard y una incomparable Wendy Hiller; un día de octubre de 2002, cuando mi hermana Berenice me la trajo en soporte DVD desde Nueva York.
Y muy pocas epifanías más, pero ellas pertenecen al secreto del sumario».

Se comprenderá bien que Ana Istarú es una presencia inefable en mi vida, puesto que ella es la autora de La estación de fiebre, y consiguientemente, a través de su palabra, la protagonista de una de mis más hermosas epifanías. Y a partir de octubre 1984, cuando nos conocimos cenando en casa del malogrado Dante Polimeni, en el mismo San José de Cámaralentolandia (como cariñosamente llamo a su Costa Rica natal), Ana y yo ya nos hemos encontrado una buena media docena de veces; una en Madrid, dos o tres en París, y dos en Colonia, por donde pasó y se alojó en nuestra casa. Esta vez ha sido en Bruselas, el pasado sábado 25. Ana vino a estar junto a su primogénita, Valentina, cuando la operasen el martes 21 en la capital belga, donde está estudiando cine.

¡Valentina!  A quien la última vez que vimos fue de niña de 2 ó 3 años, empujando nosotros su cochecito por las calles de París aquél lejano día que peregrinamos con sus padres hasta el 146 de la rue Montmartre y nos sentamos a la mesa delante de la puerta del Café du Croissant, esa mesa a la que se encontraba sentado Jaurès, leyendo, cuando el vil Raoul Villain lo asesinó disparándole a quemarropa el 31.7.1914. Y ahora Valentina es ya una mujer de 24 años, cuánto recuerdo para sacar del baúl, diosito.

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Arrancamos camino de Bruselas, en el auto de Carlitos, también amigo de Ana.

En la autopista, a partir de la frontera, hay algo que me sorprende y es la desaparición del bilingüismo en la señalización vial. Antes estaba todo en francés y flamenco a lo largo de la autopista, ahora sólo francés en la Valonia y nada más que neerlandés en Flandes. Y como el trazado de la autopista hace que andemos zigzagueando entre los límites de las provincias de Lieja y el Brabante flamenco, de ver en los carteles Liège [Lieja] pasamos a ver Luik, y de ver Luik pasamos a ver Louvain [Lovaina], y de ver Louvain pasamos a ver Leuven, y ya a partir de la Lovaina flamenca todo es flamenco, como en el cante jondo, hasta Bruselas, que de Brüssel [en Alemania] pasó a ser Bruxelles [en la Valonia] y Brussel [en Flandes]. Esquizofrenia mayor nunca se ha visto.

Inevitable, a partir de la entrada en Flandes, el recuerdo de Jacques Brel y una de aquellas dos canciones suyas que pertenecen a ambos cánones, el universal y el atemporal:Le plat pays”.

Llegamos a Bruselas, y no lo hacemos directamente a la casa donde vive Valentina porque la entrada a la calle por la que podemos acceder a la suya está cerrada por obras. Pero por lo demás he demostrado una vez más ser un excelente copiloto: guiar a un conductor por el laberinto de Bruselas requiere ojo de águila, de a deveras, saber leer mapas y planos como si fuesen poemas de Campoamor, tan injustamente olvidado.

7, rue de la Natation, Zwemkunststraat (aquí sí el bilingüismo), y Ana en persona nos abre la puerta. Para mí ha sido siempre algo así como debe ser para un creyente el acercarse al altar, ese momento en que me encuentro en presencia de un creador de a deveras. Menos mal que con mi Annuchka me une una relación estrecha y entrañable desde que nos conocimos. Si no, ¿cómo osaría yo hablar con la creadora de ese prodigio de la poesía amatoria en castellano, La estación de fiebre, del que dije una vez, «y no me corro» (Vallejo dixit!), que no se había hecho poesía amatoria como esa, en nuestro idioma, desde Lope de Vega?

Y con Annuchka está Valentina, ah, es un reencuentro a todo dar. Benditos los dioses que propician semejante alegría compartida. Pero hay que comer, todos tenemos hambre, y vamos a Le Comptoir, en la plaza de San Bonifacio, con una iglesia dedicada a ese santo y que reducida por indios jíbaros ecuatorianos quedaría relinda en la vitrina de una pastelería especializada en tartas nupciales. Por lo demás, las raciones de Le Comptoir son pensadas para Gargantúa y Pantagruel, desisto de terminar mi ensalada de salmón ahumado después de haber comido la porción de un Bada, ciudadano común y silvestre. Y luego, de vuelta a casa, de repente, pasado un semáforo, me quedo mirando y cruzo la calle para acercarme a dos bancos macizos de mosaicos, dedicados a Fernando Pessoa. No lo puedo creer. Pero sí, ahí están, en una placita, y la poeta y su antólogo (porque sí, he antologado la obra de Ana para la Colección Visor, en 1992) nos dejamos retratar por Carlitos, con el inconfundible rostro del desasosegado entre nosotros.

Durante el almuerzo larga conversación sobre poesía, Otraparte, Nicolás Gómez Dávila, y les hablo de Héctor y de que ese mismos día hace 25 años asesinaron a su padre en las calles de Medellín; además le cuento a Valentina y Annuchka que la hija de Héctor, nuestra tan querida Daniela, también estudia cine, en Barcelona. Y de vuelta en la casa, tomando café y dulce antes de salir camino de regreso a Colonia, el relato del viaje que Diny y yo hicimos en el Venezuela, carguero de contenedores, del 1° al 22.12.2001, entre Bremerhaven y Buenos Aires. Y cuánto habríamos podido seguir hablando. Porque hay gente, como Annuchka, con la que el tiempo no pasa sino que vuela, sólo que entonces uno se pregunta cuál será su secreto para seguir siendo tan bella como hace casi treinta años. O sea, que para ella misma el tiempo no vuela, sino que va pasito.

Annuchka (siempre te he llamado así), los dioses te bendigan por ser como sos. Vale.

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