Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

De la fascinación de ciertos libros

Hoy empezaré por volver a transcribir un email de Juan Villamil, compañero de blogs en estas mismas páginas de El Espectador y a quien tuve el placer de albergar en mi blog el 18 del mes pasado. En respuesta a un email mío relacionado con unas crónicas que publiqué años ha, acerca del Ulises de Joyce, me contó lo siguiente:

Amigo Bada:
Le cuento esta historia porque sé con certeza que la disfrutará, acaso, eso espero, como yo la disfruté al vivirla. Ayer a la tarde, en mi reciente trabajo como promotor de lectura de la ONG Imago, www.fundacionimago.org.co/, y gracias a la lectura de sus crónicas, y a todo este asunto de Ulises, opté por la osadía con malos presagios de comentarle a los chicos (de entre 5 y 13 años, y en condición de vulnerabilidad) sobre ese monstruoso y fascinante libro. De modo increíble, los chicos se dejaron seducir por historias contadas aquí y allá, por la lucha de Joyce para publicar su libro, por la censura padecida. Aprovechando esa lúcida y repentina pasión, les pregunté si querrían leer aquel libro. ¡Sí!, en un ajustado coro. Acto seguido, fui y extraje de mi maleta el Ulises (lo había llevado con ese propósito). Al verlo, al ver el tamaño del libro, exclamaron un largo ¡oh! Ahora fue el momento perfecto: pude explicarles por qué esa reticencia, tal vez natural, hacia los libros «gordos», nos hacía perdernos de grandes historias. Un silencio absoluto en el salón atiborrado por 40 niños. Uno de ellos, en franca gallardía, alzó su mano. «Profe… ¿puedo ver el libro?» ¡Fue espléndido, Sr. Bada! El ejemplar apenas si le cabía en las manos, y él lo ojeaba con admiración. Otro niño vino a mirar desde el hombro del primero. Y un tercero. Y así hasta que fueron muchos, muchos de ellos hablando, exclamando, preguntándome si le prestaría el libro para leerlo… Esto último, claro, fue un problema. Intenté, como pude a pesar de la emoción, explicarles que deberán primero leer mucho más antes de leer Ulises. Pero, sea que lo lean o no, y si lo hacen, sea que lo lean y abandonen a la prematura edad de los 13, o quizá disfruten íntegro en su adultez, ese día y esas sonrisas y esa pasión por Ulises me han obsequiado una de las más misteriosas y felices emociones de mi vida.
Deseo haber podido compartírsela.
Un abrazo,
Juan Villamil

Mi respuesta no se hizo esperar:

La historia es emocionante, Juan Villamil amigo, y le agradezco infinito que la haya compartido conmigo.
A cambio le cuento que cuando llegué a Alemania, en febrero 63, traía conmigo una docena de libros que había elegido cuidadosamente para mi destierro, y empecé a trabajar en una teneduría (curtiembre de cueros), uno de los trabajos más nocivos y peligrosos, dañinos, que imaginarse pueda, pero no sabía alemán y tenía que ganarme la vida. En esa fábrica trabajaban un par de españoles, dos valencianos y dos gallegos, y estos últimos eran casi, casi analfabetos. Es decir, sabían leer y escribir, pero no practicaban ni lo uno ni lo otro. Yo era un perro verde en aquella fábrica, y no sólo entre ellos, también los alemanes renqueaban más o menos del mismo pie.
Lo cierto es que un día, Juan, uno de los dos gallegos, el menos bruto de los dos, y a quien yo le escribía las cartas a su novia (a máquina, para que no perdiera el tiempo con sus palitroques garabateados a fuerza de mucho trabajo en el papel)… este Juan, pues, me dijo que él se daba cuenta de que la educación es muy importante, que lo veía en mí, porque yo, cada vez que tenía un rato libre, y después del trabajo, me la pasaba leyendo o escribiendo. Y me hizo un pedido sorpresivo: que le prestase un libro, porque hasta entonces él no había leído ninguno. Y la verdad es que me puso en un dilema, porque los libros que yo me llevé (me traje) a mi exilio voluntario no eran para ser leídos por Juan. Menos uno, tal vez. Y se lo entregué, con la indicación expresa de que sólo debía leer la letra grande, no la chiquita que aparecía al final de las páginas con unos numeritos (ya se imagina que le dije de modo y manera que lo entendiese, que no leyera las notas a pie de página). Sí, se lo entregué, con algún pesar, porque era –y es– lectura mía diaria (aunque sea sólo una página, una escena, un párrafo, un capítulo). Pero se lo entregué.
La recompensa la tuve como unas dos semanas después, cuando Juan se sentó a mi lado a la hora del segundo desayuno, en la cantina, y me dijo con una sonrisa que le abría la boca de oreja a oreja: «¡Ese tío está más loco que una cabra, me muero de la risa con él!» «¿Con quién?» le pregunté pensando que se refería a algún compañero de trabajo, y me contestó «¡El Quijote ese, caralho! Mira tú que cuando lo dejé ayer estaba con los huesos molidos, después de haberse empeñao en pelearse con unos molinos de viento diciendo que eran gigantes…»
Esa, Juan Villamil, ha sido posiblemente mi epifanía más grande y más pura como lector. Darme cuenta de lo grande que es Cervantes de esa manera tan evidente, tan palmaria, tan emocionante también. Cervantes les habla a todos. Como Shakespeare y Homero. Los demás son comparsas.
Eeeeeeeeeeeeeeeh… somos.
Un cordial abrazo de
Ricardo Bada

Honestamente hablando, me parece que ambas historias se justifican y explican por sí solas, de manera que no añado ni una sola palabra más. O sí, pero tan sólo una: Vale. (La que cierra el Quijote).

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