Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Berlín, o Viaje a «la Zona»

Aeropuerto de Colonia, 15.9.

Carlitos entendió mal la hora de salida de nuestro avión y pasó a recogernos a las 7.30 a.m., una hora antes de lo que le pedí, y cuando llegó yo todavía ni siquiera me había duchado, porque mi cálculo del tiempo es tan exacto como suele serlo el de un astrónomo y mi unidad de medida el segundo–luz. Al final salimos de casa a las 8.25, cinco minutos antes de lo que había previsto. En el aeropuerto pasamos sin problemas las esclusas de seguridad, pero llegando a la conclusión de que se acerca el día en que tendremos que presentarnos allí desnudos, y vestirnos luego en la sala de espera. Después, ya a bordo del avión, y tras haber carreteado en busca de la pista de despegue, el comandante nos avisa que si miramos por las ventanillas de la derecha podemos contemplar el avión oficial del Gobierno federal, asimismo aprestándose a despegar; y añade que como ese avión tiene una prioridad absoluta, quizás saldremos con algunos minutos de retraso, por lo cual se excusa. Pero diez minutos más tarde escuchamos de nuevo su voz por los altoparlantes: «Parece ser que la señora Merkel llegará retrasada, así es que vamos a “decolar” antes que ella». Sólo nos reímos los pasajeros que nos damos cuenta de que es una broma.

 

Berlín, 15.9.

Con mi aterrizaje en Schönefeld me convierto en uno de los pocos visitantes de Berlín que han desfilado por sus cuatro aeropuertos: Tempelhof (en los tiempos heroicos, tomando tierra en el centro de la ciudad), Tegel (el que más he frecuentado), Gatow (el aeródromo militar inglés, del que despegamos un día de niebla impenetrable en Tegel; nos llevaron hasta allí escoltados con jeeps británicos porque el camino más directo era siguiendo la Potsdamer Chaussee, con el muro directamente a la derecha de la calzada); y ahora Schönefeld, el antiguo aeropuerto de la RDA, que Diny sí conoce, dos veces ya, de cuando sus viajes de solidaridad a la Nicaragua sandinista.

Acá todavía se reconoce, casi en el aire que se respira, que estamos en aquello que los berlineses viejos, como Dieter, llaman “la Zona” [de ocupación soviética]. No es un mero prejuicio, es algo perceptible, palpable, olfateable, al menos por quienes la conocimos.

Dieter salió a recogernos en la parada Heidelberger Platz del tren elevado, nos lleva al apto. que hemos alquilado, y después de unos tragos de bienvenida quedamos citados para cenar en el chino de su esquina. Diny y yo nos vamos al centro, y en el camino, que hacemos en el piso de arriba de los autobuses, como siempre que estamos en Berlín, descubro una brasería en cuyo rótulo reza: JOE BEAU LAIS. Me digo que qué raro hasta que caigo en la cuenta de que es un cambalache con la palabra francesa Beaujolais. Y me acuerdo –¡una vez más!– de una noche en París, cenando con María Cristina, Fernando y una joven pareja de alemán/brasileña, cuando al encargar el vino MC dijo que lo que correspondía era un Beaujolais primeur, a lo cual Fernando le replicó en voz lo bastante alta como para que se oyera en todo el local: «Pero bueno, ¿tú no sabes que Francia exporta a los Estados Unidos muchos más hectólitros de Beaujolais primeur que el total del que se cosecha en todo el país?, ¿cuál es el que quieres encargar aquí ahora?»

En la gigantesca KaDeWe, uno de los mayores grandes almacenes del mundo, busco en vano, en la sección de vinos, un Misiones de Rengo, Carménère 2004, un vino chileno que me obsede. No lo tienen, ni tampoco un St.Joder, suizo: quería llevárselo mañana a mi deuda estherna, que nos tiene invitados a cenar. El St.Joder es bueno, pero además siempre lo regalo para que guarden la etiqueta: que eso de que un santo se llame Joder, no es poco mérito. Ahí mismo, en la KaDeWe [=Kaufhaus des Westens, o sea, Grandes Almacenes del Oeste], repaso el prospecto con la lista ordenada alfabéticamente de su amplísima oferta, y descubro esta sección: «Todo para el Artista». ¿Si será que en la KaDeWe incluso venden talento?

Estamos alojados en un piso de dos habitaciones y baño, en el complejo habitacional donde vive Dieter, y a la noche, con whisky yo y vino blanco Diny, vemos en la tele un programa dedicado a Jurij Koch, un autor de Lusacia, que escribe en su idioma, el sorbio, y se traduce él mismo al alemán. Poca gente sabe que en Alemania hay toda una región con otro idioma, e incluso pocos alemanes están enterados de la existencia de esa lengua. Me interesa mucho este Koch, anoto el nombre para buscar algún libro suyo en la biblioteca de Rodenkirchen, al volver a Colonia.

 

Berlín, 16.9.

Tras el desayuno vamos con el Metro derechos a La Muela Picada (como los berlineses llaman a la ruina de la iglesia votiva del káiser Guillermo) y allí nos montamos al bus de dos pisos de la línea 100, que es la mejor manera y más barata de hacer un recorrido por el centro de la ciudad.  Después, con uno de los viejos tranvías reciclados, desde la torre de TV de la Alexanderplatz a la Rosenthaler Straße, adonde siempre peregrinamos en Berlín; al pequeño museo en que han convertido el taller de Erich Weidt, quien salvó muchas vidas de judíos y otros perseguidos por los nazis, escondiéndolos en una habitación ciega y camuflada, al final del taller. Conozco el lugar casi desde que fue descubierto por unos estudiantes de Historia, a poco de caer el muro. La primera vez que lo visitamos aún no estaba habilitado, recién empezaban a acondicionarlo y faltaba toda la estructura museal. Había sólo un estudiante, clasificando material. Le expliqué que era periodista y le pedí, por favor, que nos encerrase a Diny y a mí, en la habitación ciega. Se avino a ello, y no pasamos dentro más de cinco minutos, pero deben contarse entre los más claustrofóbicos que hemos vivido nunca. Y eso sin la Gestapo al otro lado del falso armario.

En el mismo # 39 de la Rosenthaler Straße, a la entrada, han inaugurado un nuevo pequeño museo, dedicado a los Héroes Silenciosos. Los alemanes que con riesgo de sus propias vidas, y en algunos casos pagando con ellas, salvaron o intentaron salvar a perseguidos por la Gestapo y el resto de la jauría nazi. Son dos espacios casi desnudos, pero lo poco que se expone, y cómo se expone, ya basta. Y basta escuchar una sola de las historias en los audífonos incorporados a cada columna biográfica de la exposición, para sentirse humano, demasiado humano, tanto para el bien como para el mal. Cosa bien jodida. Al salir, en la pared y exactamente frente a la puerta, leo un graffiti en español: «Este verano te mato». Quod erat demonstrandum.

Del centro viajamos con el elevado hasta Wannsee, para mi segunda peregrinación habitual en Berlín: la tumba de von Kleist, en el lugar exacto donde se suicidó junto con Henriette Vogel, a la orilla del lago pequeño de ese nombre. Tenemos que regresar con las manos vacías. Están remodelando el sitio, de cara al segundo centenario de su muerte, el 21.11. Me temo lo peor: el lugar era bello y se conservaba tal cual. A saber en qué carajo consistirá esa “remodelación”.

Cena en casa de Esther. Reencuentro con ella, Ana Laura Raquel y Hannes. Pero también con Charo y Luis Fayad, tan queridos, y su hijo Diego (a quien no hemos vuelto a ver desde que era un crío); y con Luis Tovar, recién llegado de México, y que vino acompañado por una pareja de cineastas italianos. Once personas, siete nacionalidades: se diría la alineación de un equipo de fútbol de estos tiempos en la vieja Europa. La conversación es de lo más vivo, pero me temo que acaparé demasiado show. De todos modos, cuando se inicia la desbandada, Aelerre no quiere que nos vayamos, nos vemos demasiado poco. Tenemos que prometer volver pasado mañana. Me llevo un libro editado por la UNAM cuando le concedieron el premio Príncipe de Asturias, y que me ha traido de regalo Luis Tovar. Y también otro que me regala Esther, un libro bilingüe sobre las relaciones entre la Staatsoper de Berlín y el Teatro Colón de Buenos Aires. Coautora del libro: Cecilia Scalisi, de quien conservo en mi biblioteca su poemario Celeste aquí, con estas palabras autógrafas: «Será porque nací en otoño que me está vedada la virtud de [la] expresión. Simplemente “dedicado” a este señor que quiero tanto. Para Ricardo con un beso de Cecilia S. / Köln, 25.6.99». Pero desde que se fue de la Deutsche Welle, a fines de aquel año, nunca se ha dignado responder ni uno solo de los e-mails que le he escrito. Misterio.

 

Berlín, 17.9.

Desayunamos en el apto. y salimos rumbo al centro, Diny quiere fisgonear en el mercado de arte de la Unter der Linden, cerca de la isla de los museos. Termina comprándose unos pendientes, y el vendedor la reconoce de su viaje anterior, donde también le compró alguna cosa, de manera que le hace un descuento. Yo sólo compro una postal de Berlín con una cápsula que incluye una esquirla del muro. Y cuando intentamos entrar a la cafetería del Museo Histórico Municipal, los camareros están haciendo pausa de mediodía. Lo dicho: aún es “la Zona”. Así es que nos vamos en el bus 100 rumbo al centro del ex Berlín West y la Fasanen Straße, para almorzar en la LiteraturHaus; sólo que tiene que ser adentro, no hay mesas libres en el jardín, allí donde comimos el 19.6.2007 con Daniela y Héctor. Entonces, como hoy, pedí un gintonic de aperitivo, y Héctor se añadió: «¡Qué buen trago es éste!», dijo después del primer sorbo. Las mismas palabras que un año después, el 3.7.2008 en el restaurante del Botánico de Medellín, cuando yo pedí uno y él volvió a sumarse a la lista. ¿Sí será que sólo se acuerda de lo buen trago que es cuando lo pide otro?  No creo que sea tan desmemoriado.

Larga siesta, y a las 7 p.m. comienza la fiesta del 70° cumpleaños de Dieter. 35 invitados entre familia y amigos, de los que doce hemos venido desde Hamburgo, Darmstadt, Bonn, Múnich y Colonia. El buffet lo ha preparado la propia Nathi, es comida tailandesa auténtica, sin trampa ni cartón. Dieter dice sus palabras, muy medidas, pero harto evocadoras cuando presenta a tres de los amigos presentes con quienes se conoce desde hace cincuenta años, y aún más. Alex modera después el turno de intervenciones: Edith (la hermana mayor de Dieter y que, según la gráfica definición de Diny, sólo sonríe en el sótano), Manfred, Ralf, Gerd, Matthias (yerno de Dieter), el otro Gerd con Daggi, y hasta yo debo contribuir a la tanda de discursos. Le recuerdo nuestro primer regalo de cumpleaños: el 15.9.76 fuimos él y Karin (entonces aún pareja), y Diny y yo, a la Beethoven Halle de Bonn, para asistir a un concierto de la orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Ese fue el regalo que le hicimos. Lo que nos sorprendió al llegar, fue la cantidad de espectadores de etiqueta y espectadoras de gran gala, así como una densa presencia de policía. Ya en la sala, de repente se corrió una voz y todo el mundo volvió la cabeza hacia el anfiteatro, en el momento que aparecían allí la princesa Beatriz de los Países Bajos y su marido (de visita oficial en Bonn), con el presidente federal y su esposa. Hubo un aplauso reservado, cortés, y cuando ellos se sentaron todos devolvimos la vista al escenario donde al aparecer Bernhard Haitink el público se puso en pie como un solo hombre y aplaudió enardecido. A mí me pareció una lección de la sociedad civil a “los de arriba”. Sólo que Haitink se limitó a inclinarse, encaró la orquesta y alzó los brazos, así es que nos tuvimos que sentar sin apelaciónpara volvernos a levantar sin solución de continuidad, porque cuando Haitink bajó los brazos, lo que sonó fue el himno nacional alemán: «Y en verdad en verdad os digo que escucharlo interpretado por la orquesta del Concertgebouw es algo que pone la carne de gallina. Para Dieter debió de ser como para el futbolista debutante en la selección nacional, la primera vez que lo oye, alineado frente a la tribuna en un estadio lleno. Estoy seguro, Dieter», terminé diciendo, «que aquella ha sido la única vez en tu vida en que ese himno te ha tocado una fibra muy, muy escondida de tu alma».

 

Berlín, 18.9.

Nos invitó Dieter a un desayuno opíparo, a las cinco parejas que vinimos de lejos a su fiesta. Como no tengo hambre, me limito a un cruasán, una rodaja de piña y un par de tazas de café. Diny, en cambio, come con un apetito envidiable. Y todos los demás. Está lloviendo, con lo que me gustaría estar sentado en la terraza, debajo del letrero auténtico de la Sredzkistraße, la calle donde nació Dieter. Un letrero que Matthias y Alex desatornillaron cierta noche del 2001, del poste de una esquina del barrio proletario que vio la niñez de Dieter, para podérselo regalar en su 60° cumpleaños. La fiesta fue aquella vez en la comuna de Alex, que cumple años el mismo día que su padre. Era la noche del 15.9.2001 y la música estaba a toda pastilla, es más, el gran espectáculo de la fiesta fue una danza del vientre, también con los altoparlantes a tope, así es que estando tan reciente el atentado a las Twin Towers yo me pasé la noche convencido de que en cualquier momento llegaría la policía para detenernos por simpatizantes con el terrorismo.

Tras la siesta vamos a casa de Esher a tomar café. Está también Luis Tovar y ¡oh sorpresa! está Margrit, mi gentil anfitriona una larga decena de años durante la feria del libro de Fráncfort. Y cuando Luis se marcha a correr durante una hora (entrenándose para la maratón de Berlín del próximo domingo) y las mujeres se meten a la cocina para preparar una cena, le pido permiso a Esther para revisar mi correo en su compu e ir borrando toda la basura que pueda de lo que se haya acumulado en estos cuatro días.

Es ya de sobremesa cuando hablo del poema de Christian Morgenstern “Proposición de nuevas formas a la Naturaleza” y de que tengo que encontrar los dibujos que hizo Helen Escobedo para ilustrar algunas de las creaciones que hube de inventar en castellano al trasvasar a nuestro idioma las del alemán: por ejemplo la mariprosa, el eMefante, la sardina mensajera«Pienso», le digo a Luis, «que podría ser algo lindo para La Jornada Semanal, una obra gráfica inédita de Helen, con ese poema». Luis está de acuerdo y Esther pregunta si recordamos cuándo murió Helen. Cada cual aventura sus plazos y yo decido buscar la fecha exacta en mi estafeta, porque conservé el mail que me envió su viudo y me llegó al día siguiente de su muerte, ese mail redactado por ella misma y donde se despedía de sus amigos, en español y en inglés. Acudo al cuarto de trabajo de Esther, abro mi correo, busco ese mail, lo encuentro: «A todos mis amigos y conocidos les informo que ayer comencé mi viaje sin equipaje, es maravilloso viajar ligero. Me hubiera gustado terminar personalmente mis proyectos pendientes. Agradezco su amistad y cariño. Helen». Me impresiona de nuevo como el día que lo recibí. El día que lo recibíMiro el cabezal del mail y se me eriza la piel: 18.9.2010. Hoy hace exactamente un año. Imprimo el mail y lo llevo a la sala y creo que todos sentimos lo mismo, el aleteo de un pájaro invisible.

 

Berlín, 19.9.

Berlín aplasta, es una plasta. Decidí que ya tenía más que suficiente de Berlín y me quedé en el apto. que alquilamos para estos cinco días. Estamos citados con Dieter y Nathi para invitarlos a almorzar, a la 1.30 p.m. (del restaurante, Dieter nos llevará ya derechos al aeropuerto), y Diny decidió salir a pasear por el centro. Yo me quedé remoloneando en la cama, semidormido, a pesar del café del desayuno. Y toda la puta mañana estuvo machacando mi soñarrera el martillo pilón de una construcción cercana que golpea y golpea y golpea a intervalos regulares de un modo que repercute en las paredes del edificio y el interior de mi cabeza; sintomáticamente se calla con la vuelta de Diny, pero eso también significa que ya es mediodía y que Dieter está al llegar. Como un reloj.

Almorzamos en Steglitz, el barrio donde vive Dieter, en una plaza tranquila y en un lugar que han elegido él y Nathi, clientes habituales. Es una steakería, mezcla de pizzería y parrillada. La carne es buena, mi pescado delicioso, el vino en orden, y estamos en la terraza, sin sol (bajo los árboles) pero sin frío. Una despedida perfecta. Luego, Dieter nos acerca a Schönefeld y sólo se baja del auto para darnos un abrazo y salir rajando inmediatamente de vuelta a la civilización, desde “la Zona”. Y en el aeropuerto nos toca ir al mostrador de Germanwings en la Terminal D pero la sala de espera es la A 11. Dieter tiene razón: seguirá siendo “la Zona” por mucho tiempo; no se sacuden de encima, tan fácilmente, cuarentitantos años de socialismo real.

Durante la larga hora de espera, y después el vuelo, prosigo la lectura (=tortura) del libraco de Carlos Fuentes que debo reseñar para Revista de Libros. Por todos los dioses aztecas y toltecas, qué pena de bosque talado para imprimirlo. Y al cabo de 55 minutos de sobrevolar Alemania, y después de que con el auto de Carlitos salimos del aeropuerto de Colonia, en diez minutos llegamos al puente de Rodenkirchen, lo cruzamos y hemos regresado a la orilla buena, estamos en casa. De regreso de la provincia. De “la Zona”. De Siberia, que ya empieza en la otra orilla.

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