Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

La obra maestra en el desván

Con una incierta regularidad, o quizá sería mejor decir con una regularidad incierta, la prensa nos informa del descubrimiento de una obra dada por perdida de algún maestro de la pintura, o bien de unos manuscritos desconocidos de tal célebre escritor, o un fajo de correspondencia de importancia vital para la comprensión de Fulanito o Menganita, ilustres figuras de la Historia que se escribe con mayúscula.

Con absoluta seguridad, siempre que ello sucede, nos preguntamos cómo es posible que esas páginas de Juan Ramón o esas cartas de Mozart o ese Van Gogh hayan podido estar tanto tiempo ocultos, inhallables incluso en el caso de haberse sabido ya de su existencia. Creo poder contribuir un poco al develamiento del misterio.

Hace unos años, mi hija Montserrat alquiló un apartamento y se fue de nuestra casa a vivir por su cuenta. En su grupo de amigos de entonces se contaba un pintor que comenzaba su carrera y a quien mi hija y el resto del grupo apoyaban económicamente de la manera más directa que se pueda pensar: comprándole sus cuadros.

Recuerdo el día que llegué al apartamento de mi hija y vi colgado de una pared aquél inmenso cuadrilátero donde los colores parecían darse de bofetadas entre sí: «los jóvenes salvajes», se llamaba el movimiento pictórico en el que profesaba ese pintor. Le pregunté a Montserrat si lo tenía allí en depósito, o como préstamo, y me contestó que no, que lo había comprado. ¿Y cuánto te costó?, quise saber. 500 marcos, dijo. Sólo porque Dios es grande en el Sinaí no tuve en aquél momento un misericordioso y fulminante infarto de miocardio. Tragué saliva, sonreí como si me gustase la perspectiva de beberme una botella de hígado de bacalao, y no comenté nada. (¡¡¡500 marcos de los de 1990 son casi mil euros de los de hoy… y todos ellos habían salido de mi bolsillo!!!)

Tiempo más tarde, un par de años después, Montserrat se mudó de apartamento y aquí apunto ahora tres posibilidades:

que en el apartamento nuevo no tenía una pared adecuada para colgar aquél cuadro;

que sus gustos pictóricos habían cambiado entretanto;

o que se había cansado de verlo, como también uno se cansaría de ver la Sagrada Cena de Leonardo o El entierro del Conde de Orgaz del Greco si los tuviera pintados al fresco en la sala de estar de la propia casa.

Lo cierto es que mi hija nos pidió el favor de poder depositarlo «provisionalmente», éso dijo, en nuestro garaje.

Nuestro garaje es muy apreciado por el resto de la familia y por los amigos más intimos, debido al hecho de que jamás hemos poseído un automóvil, y claro está, nuestras dos bicicletas dejan allí espacio suficiente para arrumbar muebles viejos, cartones de mudanza llenos de esos cachivaches indefinibles que nunca sabemos cómo llegaron a la vida de uno (y lo que es peor, cómo se quedaron en ella) y en fin, como en este caso, un monstruoso cuadro de proporciones más bien grandecitas.

Para hacer corto el relato, ello sucedió, como digo, hace unos años, Montserrat entretanto se volvió a mudar de apartamento, se casó y ya nos ha hecho tres veces abuelos mientras que el cuadro de su viejo amigo y entonces joven salvaje, pues sigue –»provisionalmente»– en nuestro garaje. Yo lo tenía felizmente olvidado hasta que el otro día hubo que encalar sus paredes.

El cuadro estaba apoyado de cara a la pared, como niño castigado en una escuela, y medio tapado por cajas de agua mineral y de cerveza, las tablas de un armario desguazado, en fin, para qué contarles Y ahí sigue después del encalado del garaje, que supongo que habrá añadido unos chorreones de color blanco a su policromía original. Imaginemos ahora que ese pintor se haga famoso, en vida o a su muerte. Un día, ojalá lejano, alguien tendrá que vaciar nuestro garaje y una obra maestra saldrá a la luz, o al menos una obra de la salvaje juventud de un maestro.

Así, de este modo tan simple, pienso yo, se podría aclarar a veces la causa del largo silencio y el olvido o la desaparición de esos cuadros, esos manuscritos, esas cartas, cuyo descubrimiento provoca titulares sensacionalistas en la prensa.

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