Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Steinbeck

El 27.2.2002 se cumplieron cien años del nacimiento de John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura de 1962, y hoy bastante olvidado, a mi parecer injustamente. Tanto que cuando llegó esa fecha creo que fui el único que la recordó y ofreció en diversos medios el texto que sigue, pero nadie lo quiso publicar. Y aunque suene a inmodestia, estoy convencido de que el rechazo no se debió a  lo que yo había escrito.

Mi primer acercamiento a la obra de John Steinbeck tuvo lugar por la vía cinematográfica. De un cine de verano de Huelva, mi ciudad natal, atesoro el recuerdo de haber visto en un programa doble La perla, del Indio Fernández, con Pedro Armendáriz y María Elena Marqués. Y aunque no me fijaba entonces en esos detalles, también era Steinbeck el autor del guión de Náufragos (la película de Hitchcock, con la impresionante presencia de Tallulah Bankhead), y asimismo del guión original de ¡Viva Zapata!, nunca filmado como él lo escribió.

Luego, en 1956, de la mano de Elia Kazan, transité las páginas de Al este del Edén en compañía de James Dean, Julie Harris y Jo van Fleet. Y debió de ser alrededor de esas calendas cuando por fin pude leer un libro suyo. Fue Las uvas de la ira, y su lectura me hizo desear la posesión de un libro de Steinbeck: eran aquellos días donde la compulsión posesiva priorizaba un libro más que bueno, ya saben lo que les quiero decir. Sucedió con Dulce jueves.

Esa novela cautivó mis ojos desde la vidriera de la librería de don Máximo Ribary, un suizo que los dioses sabrán por qué le soplaron al oído que debía emigrar nada menos que a Huelva. Pero, ¡ay!, Dulce Jueves no estaba al alcance de mi magro bolsillo. De modo y manera que como había decidido, de todas todas, ¡todas!, que tenía que poseer un Steinbeck, manipulé concienzuda y sabiamente algunas cifras del libro de caja de la tienda de calzados de mi pobre padre, y héteme aquí que así me hice con las creo que 200 pesetas que costaba la dichosa novela: una fortuna para mí, y no sólo para mí, en aquella época.

Lei Dulce jueves con una fruición de la que todavía conservo la memoria: ¡ah, el placer del delincuente devorando las frutas adquiridas con dolo!  Y como es natural me enamoré de Suzy, la peripatética que paradójicamente vivía como Diógenes. Aunque también es verdad que sentí un cierto desconcierto ante los gustos alcohólicos de los protagonistas masculinos. ¿Qué caramba era lo que se mandaban a bodega cuando bebían «un cuartillo de Viejos Zapatos de Tenis»?  El más grande narrador chicano vivo, Rolando Hinojosa, me ilustraría al respecto décadas después: era un whiskey de destilación semicasera y que olía bueno, pues a lo que su nombre indica, de la manera más descriptiva que imaginarse puede.

Con el correr del tiempo, terminé por conocer la obra completa, o casi, de alguien que me resultaba muy familiar. Con El callejón de las sardinas enlatadas (que se filmaría junto con Dulce Jueves) no paré de reírme: Steinbeck me devolvía, desde Monterey/California, a Isla Cristina, el pueblo de mi provincia donde se fabricaban las mejores conservas de sardina de España.

Pero si tengo muy presente, sobre todas, la profunda impresión que me dejó la lectura de Las uvas de la ira, es porque me definió como irredimible analfabeto. Las extensas y minuciosas descripciones de los fallos y desperfectos técnicos del camión de la familia Joad, así como de los arreglos improvisados y a veces medio suicidas a que se ve sometido el vehículo, me convencieron de una vez para siempre: nunca en mi maldita vida iba a tener un auto, tan sólo el léxico (para mí 100% indescifrable) ya bastaba para ponerme a la defensiva.

 Hace dos años, con motivo del centenario del autor, busqué mi ejemplar de Dulce jueves, ese libro que adquirí practicando un desfalco a la economía familiar, y estuve rastreando mis notas autógrafas al lado de los párrafos y los diálogos que me interesaron durante su lectura. Y así fue que hallé subrayada una frase de Doc, el protagonista, dicha enmedio de su crisis existencial: «Me he estado desmontando como un Ford T en un patio interior. He extendido todas las piezas en el suelo. Pero aún sigo sin saber por qué no funciona. Ni siquiera sé si seré capaz de montarlas de nuevo». Y al margen de esta frase una anotación manuscrita mía: «Muy típico del autor, hay algo parecido en Las uvas de la ira». Ya ven ustedes cómo es que, indirectamente, a Steinbeck le debo, el haberme librado per saecula saeculorum, del carné de conductor.

Brindis : Don John, dondequiera que usted se encuentre, ya sea en el alto firmamento o en lo más hondo del Mar de Cortés, sepa que le doy las más efusivas gracias.

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