Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

La «Biblioteca personal» de Borges

Rebuscando en una pila de libros ha caído en mis manos, hace unos días, la última reimpresión de un libro titulado Biblioteca personal, editado por primera vez en 1995 y que firma un autor argentino llamado Jorge Luis Borges. A lo mejor les dice algo. En la contraportada se nos informa de que «en el momento de su fallecimiento, Borges había completado los prólogos a los primeros sesenta y cuatro títulos de una selección de cien que habrían de constituir una colección cerrada escogida por él mismo». Y la verdad es que no sé a qué carta quedarme, porque también a Borges se debió en su día la iniciativa de la prodigiosa Biblioteca de Babel, una colección de lecturas fantásticas, y a menos que estuviera 100% gagá en sus últimos meses, no se me ocurre por qué reincidir en el mismo esquema a los pocos años.

Pero a Borges regalado no se le mira el diente. Al contrario, el agradecimiento debe estar por encima de todo, si se piensa que entre esos 64 textos figuran los prólogos pensados para los cuentos de Cortázar y de Kafka, las obras de Ibsen y Eugene O’Neill, la Eneida de Virgilio, Los endemoniados de Dostoiewski, y el Pedro Páramo de Juan Rulfo. Agradezcamos y, algo más: alegrémonos incluso aunque nos debamos asombrar ante los traspiés de la memoria del creador del memorioso Funes.

Porque al referirse a la novela de Rulfo, sin ir más lejos, don Borges empieza hablando de los cuentos de El llano en llamas, y sin ninguna transición pasa a hacerlo de Pedro Páramo como si fuese el protagonista de uno de ellos. Y para abrochar nada más que un segundo botón de muestra: al dictar el prólogo de un libro dizque titulado La cruz azul, de relatos de Chesterton, en realidad se debe estar refiriendo a El candor del Padre Brown, que se abre precisamente con «La cruz azul»… pero que no incluye para nada aquél del que dice Borges que si tuviese que elegir uno de dicho volumen sería ése: «Los tres jinetes del Apocalipsis» el cual pertenece a la brillante colección titulada Las paradojas de Mr. Pond, en la que no interviene para nada el candoroso, el sabio, el incrédulo Padre Brown. Lo sé de buena tinta porque «Los tres jinetes del Apocalipsis» también es, y me alegro de coincidir con Borges, mi cuento preferido entre los de Chesterton.

Así las cosas, la desconfianza asoma su oreja como la liebre, no porque uno vea fantasmas y crea que el libro se lo han inventado a Borges, no. Sino sencillamente porque no le añade ni un gramo de valor a su figura, y hasta puede que se lo reste. Una frase como esta: «Tenía la esperanza y la voluntad de ser un gran actor. El público logró disuadirlo», es Borges al 100% y nos alegra el alma. Sin embargo son contadas las veces que fulgura semejante genio en las páginas del volumen.

Valga como ejemplo, aunque menos lapidario, la presentación de los libros del filósofo estadounidense William James, hermano de Henry, el novelista. Dice Borges: «William James fue un pensador y un escritor. Escribió con la claridad que requiere la buena educación: no fabricó dialectos incómodos, a la manera de Spinoza, de Kant o de la escolástica». Genial. Pero esta misma cita nos lleva a releer el hermoso soneto que el mismo Borges le dedicó a Spinoza (me lo recitó de memoria una mañana inolvidable de 1982, en su habitación de un hotel en Stuttgart), y no se entiende muy bien el exabrupto posterior :

                                 Las traslúcidas manos del judío
                                 Labran en la penumbra los cristales
                                 Y la tarde que muere es miedo y frío.
                                 (Las tardes a las tardes son iguales.)
                                 Las manos y el espacio de jacinto
                                 Que palidece en el confín del Ghetto
                                 Casi no existen para el hombre quieto
                                 Que está soñando un claro laberinto.
                                 No lo turba la fama, ese reflejo
                                 De sueños en el sueño de otro espejo,
                                 Ni el temeroso amor de las doncellas.
                                 Libre de la metáfora y del mito
                                 Labra un arduo cristal: el infinito
                                 Mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

Este libro, Biblioteca personal, considerado en su conjunto, es lo que el propio Borges calificaría como «prescindible», uno de sus adjetivos más definitorios. No obstante, los que amamos su genio devoramos también estas migajas. Lo que ya no estaríamos muy dispuestos a deglutir es que un día apareciese un volumen titulado Las recetas de Borges, con un prontuario de sus platos favoritos y la manera de cocinarlos. Personalmente no me creería ninguna de ellas exceptuando quizás la del arroz hervido. Y créanme de a deveras, como dicen en México, que yo, de los herederos de los artistas famosos, lo espero perdón, lo temo todo. Absolutamente todo.

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