Pasado el fogonazo que sacudió a Francia, luego de la muerte de un muchacho de origen árabe a manos de un policía, conviene repasar, con distancia, el contexto de esa nueva apelación a la violencia en el país de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Parecería existir consenso al atribuir el “estallido” a jóvenes franceses descendientes de inmigrantes, principalmente árabes, norafricanos y musulmanes, condenados a vivir en sectores geográficamente marginados, y tratados como ciudadanos de segunda clase. A quienes se pueden haber sumado otros grupos por sensible solidaridad.

Se dice que, detrás de lo sucedido, hay una secuencia de equivocaciones políticas y urbanísticas, generadoras de guetos cuyo manejo se sale de madre, dificulta la presencia del estado y abre paso a los extremistas y a las mafias. Se cuestiona además la actitud del resto de la sociedad, que integra o rechaza a los inmigrantes con fundamento en consideraciones raciales, religiosas o culturales.

Muchos observan cómo el caso francés difiere del de la Gran Bretaña, donde hijos de inmigrantes han ascendido por la escalera del poder político y con el apoyo ciudadano han llegado al parlamento, la alcaldía de Londres y el ministerio principal de Escocia. Y subrayan que la mayoría de los parlamentarios conservadores, quién lo creyera, escogió a un descendiente de inmigrantes indios, no cristiano, como gobernante del Reino Unido.

Después de la protesta de los chalecos amarillos y de la reacción contra el cambio de la edad para pensionarse, la reciente revuelta lleva una vez más la marca de la apelación a una violencia que desborda los límites razonables de la protesta social. No otra cosa se puede deducir de los miles de vehículos y pequeños negocios destruidos, y del ataque a alcaldías, bibliotecas y escuelas, que nada tendrían que ver con el asunto, salvo que se trate de una especie de “guerra santa”.

No es extraño que, en Francia, a pesar de su tradición democrática, haya campo para la rabia contra el Estado, característica de nuestra época, en medio de una globalización que, en países con diferentes tradiciones y sistemas políticos, deja rezagados a sectores que reaccionan contra la marginalidad a la que se sienten condenados. Fenómeno exacerbado por la acción a través de las redes sociales, que puede obedecer a impulsos honestos, pero también admite propósitos perversos, algunos con protagonismo extranjero, que las convierte en armas de destrucción masiva.

No cabe duda de que, en Francia y en otras partes, es hora de volver a discutir sobre el papel del estado, cuando se han desdibujado los partidos y ningún sistema político parece suficientemente idóneo para evitar insatisfacciones que provocan reacciones violentas. Algún tipo de rabia contra el estado existe prácticamente en todas partes, aunque en algunas permanece oculta o reprimida, mientras se desata con mayor facilidad en espacios políticos con mayores márgenes de libertad

Pero el caso francés obliga a mirar, además, un aspecto diferente del de las relaciones entre el estado y los sectores marginados de la sociedad. Se trata del espinoso tema de la integración de los inmigrantes, que siempre deja fisuras por la imperfección de todo lo que se haga o se deje de hacer al incorporar, súbitamente, personas venidas de otra parte, con su cultura a cuestas, a grupos sociales que no contaban con la eventualidad de compartir su vida con extraños.

Francia, como potencia colonial, ha tenido que asumir ese reto desde el siglo antepasado, sin olvidar que allí no hay lugar para el reconocimiento de minorías, porque eso implicaría desvirtuar el principio de la igualdad. La “asimilación” requiere entonces de la aceptación voluntaria de los ideales de la república. Algo difícil cuando los inmigrantes se niegan a aceptarlos, sea por convicción política, o porque prefieren creencias religiosas y valores o prácticas de familia y comportamiento social propios de sus países de origen. De donde surgen desacuerdos sobre la vestimenta, el matrimonio poligámico, el papel de las mujeres en la sociedad, y prácticas como la mutilación genital femenina.

Al finalizar la segunda década del Siglo XXI, casi el 10% de la población francesa era de inmigrantes, en su mayoría venidos del África y en particular del Magreb. Ellos, y sus descendientes, conformarían una población principalmente musulmana de cerca de 8 millones de personas, en su mayoría jóvenes, involucrada en el problema de la integración a la sociedad francesa.

Tal vez se pueda apreciar mejor el fondo de las motivaciones un poco más remotas de los principales protagonistas de los hechos recientes, si se tiene en cuenta que la Guerra de Argelia dejó sembradas semillas de retaliación contra el antiguo poder colonial, que Mayo 68 introdujo elementos de liberación del pensamiento y la acción juveniles, y que la Revolución Iraní inspiró sentimientos de movilización en busca de la observación ortodoxa del islam, a los que se vinieron a sumar organizaciones contemporáneas empeñadas en una confrontación contra Occidente.

En 2016, el 29% de los musulmanes encuestados no vacilaba en considerar la ley islámica como más importante que las leyes de la República Francesa. Circunstancia que, traducida al comportamiento en situaciones de encuentro, o desencuentro, con las autoridades del Estado, constituye una fuente muy importante de dificultades.

Así se entiende cómo incidentes como el de la muerte del joven que no atendió las órdenes de la policía, pudo desatar una cadena de reacciones que traen a cuento una variada colección de sentimientos que van desde las reacciones anti-estado, anti-establecimiento, o anti-autoridad, hasta el llamado íntimo a la lucha por una causa inspirada en la fidelidad a principios que se llevan en el fondo del alma y por los cuales se está dispuesto a la lucha y hasta el sacrificio.

Este recuento, que se queda corto, permite tal vez entender las dificultades propias de un asunto que desde afuera se tiende a simplificar demasiado. Problema que los últimos presidentes han tratado de manejar desde diferentes perspectivas, en busca de remendar la “fractura social” de la que hablaba Chirac. Para lo cual han intervenido en materia educativa, han buscado el diálogo y han llegado a la expedición de una ley de “refuerzo de los principios republicanos”, cuyo éxito solamente se podrá apreciar con el tiempo, y que insiste en la existencia de una sola comunidad nacional, la convivencia dentro de la laicidad, y el trato igual para todos los ciudadanos.

Sea cual sea la orientación de la política del estado ante una situación que no ha tenido arreglo, subsisten los elementos propios del desencuentro, con uno que en particular complica la marcha hacia un arreglo que deje satisfechas a las partes. Se trata de la representación de los musulmanes de Francia, difícil de atribuir a alguien en particular, ante la coexistencia de tantas versiones del islam como pueden existir radicadas en el país. Sin perjuicio de que haya sectores musulmanes que son entusiastas, sin reservas, de la causa de la República.

La persistencia de la inconformidad con el Estado, y la agitación de elementos culturales que van en contravía de sus instituciones, pueden degenerar en violencia con la facilidad que ya se ha podido ver, y mantendrán en vilo a Francia hasta que se descubran fórmulas para evitar el rezago de ciertos sectores sociales y se comiencen a notar los efectos del nuevo intento de asimilación que la ley de refuerzo de los principios republicanos trató de promover. Mientras tanto, los buitres de los extremismos, de toda procedencia, asechan y están prestos a sacar provecho de cualquier desvarío. La Francia profunda, que encarna los valores de la república, también observa.

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