Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Por qué la “ciencia económica” le hace daño al planeta Tierra y a todas las criaturas que en él habitan

¿El crecimiento económico está matando el planeta? Adbusters en la Conferencia de la American Economic Association, Boston, 2015. Foto de Kyle Depew.
¿El crecimiento económico está matando el planeta? Adbusters en la Conferencia de la American Economic Association, Boston, 2015. Foto de Kyle Depew.

El anterior título requiere de una aclaración. La ciencia per se no hace daño. El daño resulta de las aplicaciones de la ciencia. A esto hay que agregar que hay muchas aplicaciones que presumen de estar basadas en la ciencia, cuando en realidad están basadas en una doctrina. En el caso de la economía, la doctrina a la que me refiero es la neoclásica. Desde el Siglo XIX, ésta presume de ser de ciencia. Por eso puse las palabras ciencia y económica entre comillas. Mas no sólo por eso. Lo he hecho también porque he llegado a creer que esta “ciencia económica” ya no está al servicio de la vida sino de impulsos de muerte. Creo que sólo de este modo puede describirse la tendencia autodestructiva que prevalece actualmente en la disciplina. He llegado a esta conclusión después de examinar sus conceptos fundamentales.

Comencemos por una definición bastante convencional que nos dice que la economía es “la organización del uso de los recursos escasos (limitados o finitos) cuando se lleva a cabo con el fin de satisfacer de la mejor manera las necesidades individuales y colectivas.” Esta proposición contiene un supuesto nunca discutido: las necesidades cuya satisfacción se organiza son las de los seres humanos y sólo las de los seres humanos. Por tanto, todo lo no humano se transforma inmediatamente en un objeto subordinado a los planes y propósitos de los miembros de la especie humana.

Este antropocentrismo no es nada evidente. Es tan “natural” como la ilusión de que la tierra se extiende plana de aquí hasta donde acabe la mirada, no importa cuán lejos uno mire y de que es el sol el que gira alrededor de la tierra, y no al contrario. El antropocentrismo es el pecado original de toda la ciencia económica, no solamente de la doctrina neoclásica. Sin embargo, en el caso de esta doctrina, el antropocentrismo es uno de sus rasgos más acusados.

En la anteriomente citada definición de la “ciencia económica”, la palabra necesidades es verdaderamente un eufemismo, uno que está lleno de ambigüedades. Al acercarnos con detenimiento al contenido preciso de ese término, nos encontraremos en realidad con dos grandes problemas. El primero es que la “ciencia económica” no tiene por objeto la satisfacción de las necesidades en el sentido de las “cosas que son menester para la conservación de la vida” sino de los deseos de los individuos humanos, cualesquiera que sean esos deseos, siempre y cuando ellos se conviertan en demanda efectiva.

Aquí radica el segundo problema. La economía considera relevantes los impulsos de adquirir bienes y servicios siempre y cuando estén acompañados de la capacidad de adquirir esos bienes y servicios. ¿De dónde proviene esa capacidad? De que cada quien tenga a su vez bienes y servicios que otros quieran adquirir o, en su defecto, medios de intercambio que también se usen para acumular valor, esto es, dinero. Corolario de lo anterior es que la cualidad de ser rico o ser pobre se deriva de la cantidad de cosas o actividades que uno controle y que otros quieran obtener. Por tanto, si uno vive en un paraje en el cual “tiene” pájaros, mariposas, flores, árboles, frutas, agua a raudales, etc., que nadie más quiera “tener”, entonces uno no es rico sino pobre.

Por cuenta de los dos problemas anteriores, para la “ciencia económica” la naturaleza se convierte en un objeto periférico. De manera sintética, podríamos describir este desplazamiento de la naturaleza a la periferia del pensamiento como la consecuencia de la entronización de los deseos individuales y de la absolutización del intercambio. En tanto una y otra se convirtieron en los raseros con los cuales determinamos el valor de las actividades que realizamos y de todo lo que nos rodea, la naturaleza perdió todo (o casi todo) su valor. Vamos por partes.

Comencemos por el maridaje ideológico de la doctrina neoclásica con el individualismo político, esto es, con la ideología liberal. Uno de las tesis fundamentales de esta ideología es que cada individuo sabe siempre qué es lo mejor para sí mismo porque no hay nadie más que conozca mejor sus necesidades y deseos. Todas las otras ideologías que se oponen a este postulado son paternalistas o, al menos, están bajo la sospecha de serlo hasta que no demuestren lo contrario. En la tesis liberal hay una gran sabiduría – cuando los dictadores declaran saber qué es lo que más le conviene a cada persona, el resultado es ominoso. Sin embargo, los defensores de la ideología liberal soslayan el efecto tiránico que también pueden tener los deseos privados y no pueden sino encogerse de hombros ante el cuadro de personas para quienes la satisfacción de esos deseos los conduce a su propia muerte. Sólo liberales reformados, como John Stuart Mill, se atreven a poner en cuestión esa tiranía al demandar de cada individuo una reflexión sobre el contenido de sus deseos y las consecuencias de satisfacerlos.

La “ciencia económica” adoptó irreflexivamente la tesis liberal. La forma más sofisticada de este planteamiento es la idea de que no pueden hacerse comparaciones interpersonales de utilidad. Al amparo del agnosticismo de la ciencia, los abogados de esta tesis propusieron una suerte de agnosticismo socio-político consistente en la prohibición de criticar los deseos destructivos que los seres humanos pudiéramos tener. Les pareció, por tanto, que aquella prohibición era verdaderamente científica. Así las cosas, hemos terminado en una situación en la cual los deseos locales y de corto plazo de los individuos han llegado a estar en contradicción con el deseo global y de largo plazo de la especie humana.

Veamos. No hay ningún individuo sensato que quiera vivir en un mundo con calentamiento global. No obstante, por dos razones, un gran número sigue oponiéndose a realizar cambios sustantivos en lo que concierne a los deseos que quiere satisfacer: primero, porque los efectos más devastadores del calentamiento global le siguen pareciendo distantes y, segundo, porque las acciones para mitigarlos dependen no solamente de ese individuo sino de muchos más, quienes también se oponen a realizar cambios sustantivos en lo que concierne a los deseos que quiere satisfacer. Lo primero puede considerarse como un caso de ceguera voluntaria y lo segundo como uno de las causas del fatalismo de quienes creen que ya no hay nada qué hacer para salvar el planeta.

Por causa de un agnosticismo malamente científico, la “ciencia económica” es incapaz de resolver la contradicción que surge entre, por un lado, procurar bienestar en el corto plazo, cuyo efecto acumulado ha sido el de una prosperidad sin precedentes en la historia de la humanidad y, por el otro, procurar bienestar en el largo plazo, puesto que la prosperidad de la humanidad ya dio claros signos de ser insostenible. El cálculo más claro de esta insostenibilidad es el número de planetas Tierra que necesitaría la especie humana para tener niveles de consumo similares a los de los países con mayor “desarrollo” económico.

Para desfortuna del planeta, la “ciencia económica” no incorpora este tipo de cálculo en los suyos. Antes bien, se empeña en mantener su propia manera de contar las cosas. Es cierto que esta “ciencia” ha sido una gran fuerza de transformación social – ha servido de guía a los esfuerzos de muchos reformadores empeñados en aumentar el bienestar de sus sociedades. Sin embargo, esta gran fuerza ahora nos atropella – se ha convertido en un juggernaut, una especie de carro que porta objetos de culto y que, de acuerdo con una tradición apócrifa, aplasta a los fieles que tiran de él.

Hemos convertido la naturaleza toda en un mero objeto de consumo. Esta transformación es particularmente dramática cuando se trata de la propia naturaleza, del propio cuerpo. No todos hemos llegado a ese límite, pero gracias a los testimonios y las imágenes que nos han legado los adictos nos podemos imaginar lo que significa subordinar el propio cuerpo a impulsos adictivos: sometido a una pura condición de medio, el cuerpo, la propia naturaleza se agota inexorablemente. Como especie, estamos en una situación parecida. Nuestra adicción a un modo de vida insostenible agota la vida del planeta. Día a día contribuimos a reducir la capacidad de carga del sistema de la naturaleza. Sin embargo, la “ciencia económica”, de una forma bastante antropocéntrica, solamente da cuenta de la capacidad de carga de los mercados.

Esta capacidad de carga ha aumentado considerablemente, pero de una forma muy artificial. La mayoría de los valores que circulan en los mercados son, en su gran proporción, valores acerca de otros valores, los cuales han sido generados mediante el crédito y la especulación. Esta última clase de valores tiene un carácter netamente autorerreferente: al estar disociados de cualquier actividad productiva, no tienen ninguna conexión con la naturaleza. Solamente la tienen con la mayor o menor confianza en la disponibilidad del dinero en un tiempo determinado. En el mundo especulativo, la naturaleza es, a lo sumo, una realidad remota que sólo ocasionalmente interrumpe el frenesí de las apuestas.

Lo más grave del asunto es que la actividad especulativa ocupa hoy el centro de la economía. De acuerdo con una estimación bastante acreditada (fue citada por el Congreso de los Estados Unidos en un análisis de la crisis asiática de 1998), “en 1970, el 90% de las transacciones internacionales fueron explicadas por el comercio y solamente el 10% por los flujos de capital. [Posteriormente], a pesar del enorme aumento del comercio global, esa proporción se ha invertido, con el 90% de las transacciones explicadas por flujos financieros que no están relacionados con el comercio de bienes y servicios.” Al mismo tiempo, relativa a las demás actividades económicas, la agricultura, la actividad más directamente conectada con los ciclos de reproducción de la vida natural, es la que menos empleo genera y también la que menos valor produce.

En cualquier sociedad plural y compleja, la actividad de intercambio es tan importante como la actividad productiva. La garantía política de la libertad individual y la división social del trabajo hacen imposible la abolición de los intermediarios, del dinero y de los bancos. La ingenuidad de muchos en la izquierda es insistir en una abolición semejante. Sin embargo, la gran ingenuidad de muchos en la derecha es ignorar la preeminencia excesiva que han alcanzado las organizaciones financieras. Un estudio más o menos reciente, “The Network of Global Corporate Control” (La red del control empresarial global) afirma que casi el 40% del valor económico de las empresas transnacionales en todo el mundo “es controlado, mediante una complicada red de relaciones de propiedad, por un grupo en el centro de 147 empresas transnacionales, las cuales tienen casi que todo el control. Los propietarios más fuertes en este centro pueden pues ser considerados como una especie de ‘super-entidad’ en la red global de las empresas. Un hecho adicional relevante es que las tres cuartas partes de este centro son intermediarias financieras.” Desafortunadamente, para la “ciencia económica” esto no es un problema. Si lo fuera, este estudio ya habría sido replicado y sus implicaciones seriamente discutidas en todas las facultades y departamentos de economía.

Lo que se discute en estas facultades y departamentos es otra cosa: cómo remover los obstáculos políticos y culturales que impiden que el mercado funcione como muchos economistas creen que debería funcionar. Uno de esos obstáculos es el tabú de mercantilizar el mismísimo cuerpo humano. En efecto, lo que otrora era impensable, ahora es una discusión académica y política respetable: establecer un mercado legal de órganos. En vez de apelar al altruismo, la “ciencia económica” considera que lo eficiente es apelar al egoísmo de los individuos que no quieren donarlos sino obtener ganancias de vender una parte de su cuerpo. Quienes lo hacen son, en su mayoría, personas pobres y en una posición de vulnerabilidad. El mercado de órganos no corregiría esta situación sino que sacaría provecho de ella, un asunto que dio lugar a un rechazo unánime en los foros de salud (demostrativa de este rechazo es la Declaración de Estambul en relación al tráfico de órganos y turismo en trasplante de 2008). Empero, para muchos economistas la reacción anti-mercantil sólo refleja la falta de comprensión acerca del funcionamiento de la economía que abunda entre los no economistas.

Desde la periferia de la “ciencia económica” uno puede replicar que esta disciplina carece de criterios para oponerse a la ampliación ilimitada del mercado. Al mismo tiempo, carece de criterios para reconocer los límites morales que, al impedir que el mercado se extienda, hacen posible que el mercado funcione. Bastaría con considerar la hipótesis de una sociedad en la cual las evaluaciones que hacen los profesores de sus alumnos pudieran ser objeto de intercambio. Creo que esto no causa alarma porque muchos economistas suponen que un verdadero mercado académico y un eficiente mercado laboral castigarían a quienes incurrieran en semejante tipo de transacciones. Yo no me confiaría y mucho menos en una sociedad en la cual fuese aceptable vender riñones. Antes de vender uno de los míos, podría decir un docente, preferiría vender notas. Otro tanto podría decir uno de la compra y venta de votos, o del supuesto mercado de la libre expresión, el cual es en realidad una justificación poco sofisticada de la influencia exagerada de los más ricos en la política. Cuando el mercado rompe sus propios límites, quedamos peor, no mejor que antes.

Mientras estas discusiones nos mantienen ocupados en los salones de clase, en las tertulias ciudadanas y en los foros públicos, los grandes conglomerados financieros siguen volcándose sobre el mundo natural como la nueva frontera del mercado. Ablandadas las restricciones políticas y culturales de su funcionamiento, todo seguirá en venta. No tiene uno que adherirse a una teoría conspirativa para darse cuenta que, mientras la naturaleza continúa relegada a la periferia del pensamiento económico, hoy ella está en el centro de la acción económica. Basta con tomar nota del hecho de que el desorden crea oportunidades. La gente más avezada en materia de pensamiento económico, sin embargo, describe lo que sucede como el surgimiento de un nuevo tipo de capitalismo, el capitalismo del desastre o, lo que es casi lo mismo, el capitalismo del caos.

Hoy el calentamiento global es un gran negocio. Hasta tanto no nos movilicemos en una gran escala, la gran mayoría seguiremos experimentando los efectos del calentamiento global como una fuerza disruptiva y desposeedora. Puestos contra las cuerdas, el destino de los muchos será abalanzarnos sobre los aun más escasos recursos naturales. Pero aquí es donde está la clave del asunto. La previsión de grandes capitalistas es que, llegado ese momento, que ya está llegando, lo fundamental es haber cercado esos recursos con una fuerte batería de contratos y derechos de propiedad que ninguna revolución democrático-cultural pueda llegar a poner en peligro. Lejos de procurar una organización racional de la satisfacción de las necesidades individuales y colectivas de los miembros de la especie humana, la “ciencia económica” seguirá dándole sus bendiciones al saqueo y a la rapiña.

Es tiempo para lanzar una gran contraofensiva política y cultural. Si usted es estudiante de economía, comience por increpar a sus profesores acerca del significado y de las implicaciones de este gráfico.

Los Humanos y la Crisis de la Extinción (de especies). Curva que muestra el aumento de la población (en millones) y el aumento del número de especies extintas.
Los Humanos y la Crisis de la Extinción (de especies). Curva que muestra el aumento de la población (en millones) y el aumento del número de especies extintas.

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