Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Los Juegos Olímpicos, el Imperio de la Ley y la Democracia

Antiguo vaso griego (525 antes de la era común) que representa a corredores olímpicos
Antiguo vaso griego (525 antes de la era común) que representa a corredores olímpicos

La igualdad política de la democracia requiere de un mínimo de igualdad material. Esto quiere decir que en una sociedad en la cual la ciudadanía tiene el poder de tomar decisiones ya sea directa o indirectamente, las desigualdades sociales no pueden ser muy pronunciadas. Donde esto ocurre, como en nuestro país, la igualdad política se convierte en un mero artificio que sirve para justificar decisiones que afectan a todos y que benefician a unos pocos.

Para crear y mantener ese mínimo de igualdad se requiere de una política tributaria que, de modo permanente, corrija la desigualdad de oportunidades que se genera en una sociedad de mercado capitalista. El reciente libro de Thomas Piketty Capital in the Twenty-First Century (El Capital en el Siglo XXI) proporciona elocuentes argumentos a este respecto.

A su vez, para que haya una política tributaria redistributiva que funcione tiene que haber instituciones que funcionen honestamente y una ciudadanía que se adhiera a una cultura cívica honesta pues, de otro modo, las instituciones que tendrían que hacer el trabajo redistributivo difícilmente podrían funcionar. En efecto, si la mayoría de la gente no confía en que los demás cumplirán con su deber de tributar, entonces cada ciudadano tendrá motivos para eludir el deber de pagar impuestos, con lo cual la política redistributiva sería un fracaso.

Este argumento teórico está corroborado parcialmente por la evidencia empírica. En un artículo publicado en el número 80 de Análisis Político (“Dar o no Dar Papaya: El Rompecabezas de la Confianza Interpersonal”) encontré que había una correlación moderada entre los niveles de confianza interpersonal registrados en la Encuesta Mundial de Valores y la proporción del ingreso interno que corresponde a la carga fiscal, proporción reportada en el Índice de Libertad Económica elaborado por la Fundación Heritage. Evidencia como ésta debería motivar a la izquierda colombiana a tomarse más en serio el tema del imperio de la ley, la lucha contra la corrupción, los controles sociales informales y la formación de una cultura política verdaderamente cívica.

En la filosofía política, uno puede encontrar argumentos bastante fuertes a favor de la conexión interna entre la democracia y el imperio de la ley. Por ejemplo, en su libro Faktizität und Geltung (Facticidad y Validez), Jürgen Habermas arguye que el establecimiento de la democracia mediante el diálogo y el acuerdo es un proceso que supone un mínimo de reglas. Habermas aplica al proceso político el mismo razonamiento que ha usado para dar fundamento a la ética: quienes participan en una discusión tienen que reconocerle a sus interlocutores el derecho a hablar y a controvertir que ellos mismos ejercen – de otro modo, incurrirían en una contradicción performativa, esto es, mediante el lenguaje contradecirían los presupuestos que hacen posible que la comunicación pueda llevarse a cabo, que pueda ser realizada (performed, en inglés, de donde proviene la expresión performativa). En el plano político, es claro que todas las asambleas constituyentes que han servido de vehículo al establecimiento de instituciones representativas se han dado a sí mismas reglamentos que rigen la forma en la cual deliberan y toman decisiones.

Creo que estos argumentos requieren ser complementados por una referencia histórica. Vale la pena remontarse al origen de la democracia en la antigua Grecia para caer en cuenta de que sin un fuerte sentido del imperio de la ley, la democracia no puede surgir ni mucho menos funcionar. Mediante este ejercicio, podemos captar la conexión histórica entre los Juegos Olímpicos, el Imperio de la Ley y la Democracia.

Mucho antes de que la democracia fuera establecida en Atenas y en otras ciudades-estado griegas, los helenos desarrollaron un fuerte sentido de observancia y apego a las reglas. En efecto, se estima que los Juegos Olímpicos, los primeros juegos panhelénicos, comenzaron en el año 776 Antes de la Era Común. La democracia ateniense lo hizo mucho más tarde. Si tomamos como punto de referencia las reformas de Clístenes, entonces tendríamos que escoger el año 510 Antes de la Era Común como punto de referencia. El tema es que antes de que los atenienses y otros griegos adquirieran la capacidad de darse a sí mismos sus propias reglas, tuvieron que aprender a obedecerlas y que ese aprendizaje lo adquirieron en el contexto de los juegos que dedicaban a sus dioses: los Olímpicos, dedicados a Zeus; los Píticos, a Apolo; los Nemeos, a Hera; y los Ístmicos, a Poseidón y las Oceánidas.

La asociación con el culto a lo sagrado benefició a los juegos de una manera fundamental. Los competidores y los espectadores que concurrían a Olimpia y luego a los demás juegos panhelénicos se beneficiaban de la promesa de la tregua olímpica: el acuerdo consistente en que durante el tiempo que durasen los juegos nadie se levantaría en armas y de que se suspenderían todas las disputas y las ejecuciones de las penas capitales.

La costumbre, al parecer, tuvo su origen en la práctica de considerar malditos a quienes concurrían con armas al lugar de culto a Zeus y a la leyenda según la cual toda Élide era sagrada e inviolable. Una explicación secular atribuye el origen de esta práctica al acuerdo realizado entre Ifitos, de quien se dice que organizó los primeros juegos, Cleóstenes, rey de la ciudad vecina de Pisa, rival de Elis, y Licurgo, el legendario legislador de Esparta. Al parecer, los juegos en Olimpia habían ganado mucho prestigio y eso motivó a los gobernantes del Peloponeso a proteger a los competidores y también a los espectadores.

La observancia y el apego a las reglas era fundamental durante los juegos. Toda victoria quedaría devaluada si esas reglas fuesen desconocidas. Este es un elemento constitutivo de todos los torneos y permite entender por qué las autoridades olímpicas exigieran a los competidores que hicieran un juramento ante Zeus de que jugarían limpio, una práctica que fue revivida en los modernos juegos.

Los griegos, sin embargo, no eran ingenuos. Sabían que un mero juramento no sería suficiente para garantizar la adherencia al juego limpio. Para garantizar la observancia de las reglas, los organizadores de los juegos instituyeron jueces, llamados helanódicas, encargados de hacerlas cumplir.

En un principio, estos cargos fueron hereditarios. Posteriormente, los organizadores de los juegos usaron un procedimiento de elección consistente en nombrar como juez a un miembro de cada una de las tribus que formaban la polis de Élide. Puesto que una violación al deber de aplicar imparcialmente las reglas conllevaría un gran desprestigio para toda la tribu, los jueces tenían un fuerte incentivo para obrar correctamente. De otro modo, se expondrían al escarnio de todos los suyos. Tan fuerte era este mecanismo de control social informal que en toda la historia de los juegos apenas se registró un solo caso en el cual un juez fue sobornado (lo cual lo puede dejar a uno pensando acerca de la ausencia de controles sociales informales sobre los magistrados y jueces colombianos).

Los helanódicas eran entrenados en la observancia y aplicación de las reglas por los nomophýlakes, los guardianes de la ley. El celo con el cual cumplieron su tarea los llevó a desarrollar técnicas equivalentes al moderno control anti-doping. En efecto, en la época se creía que el consumo de sangre de toro proporcionaba una medida adicional de vigor. Para asegurarse de que ningún competidor venciera con ayuda de este suplemento, los helanódicas se dieron a la tarea de examinar la orina de los competidores.

No obstante, los incentivos para violar las reglas eran muy fuertes. No era solamente el beneficio inmaterial de ser comparado con los dioses y con los héroes, como se deduce de las extraordinarias representaciones escultóricas que le otorgaban a los vencedores un carácter casi divino. Eran también los beneficios materiales con los cuales cada ciudad honraba a sus campeones. Como en la actualidad, la magnitud de los premios proporcionaba un medio de ascenso social, un fenómeno que motivó a Solón a establecer límites al monto de las recompensas deportivas.

Se comprende, pues, que hubiese casos de trampas en los juegos. En su Descripción de Grecia, Pausanias da cuenta de esos incidentes los cuales, sin embargo, fueron bastante escasos. En efecto, con el fin de ser honrado como el triunfador en el certamen de boxeo, Eupolios, de Tesalia, sobornó a tres competidores: Agendor de Arcadia, Pritanis de Kizikos y Formion de Halicarnaso, este último ganador en la Olimpiada anterior. Los cuatro fueron sancionados y se les impuso la pena de sufragar el costo de erigir seis estatuas de bronce dedicadas a Zeus en el lado izquierdo de la entrada del estadio.

Estas estatuas, de las cuales no queda vestigio, eran llamadas Zanes. Estos Zanes incluían varias inscripciones que tenían como propósito avergonzar a los tramposos. Pausanias informa que en la primera de esas seis estaba escrito un poema que decía que uno debía luchar por la victoria olímpica por la velocidad de los pies y la fortaleza del cuerpo, y no dando dinero; la inscripción de la segunda estatua que ella había sido erigida por la devoción de los habitantes de Élide en honor del dios y para asustar a los atletas que rompían las reglas. El texto de la quinta era un elogio a los habitantes de Élide por haber sancionado a los boxeadores tramposos y el de la última era una advertencia a todos los griegos de que no debían pagar dinero para obtener una victoria olímpica.

Otros incidentes fueron el soborno de Calipos, un pentatleta de Atenas, a sus adversarios, lo que dio lugar a la descalificación de seis competidores y el acuerdo hecho por Damonikos con los padres de otros atletas para que su hijo ganara, lo cual hizo que los jueces también los sancionaran. Pausanias cuenta que los atenienses comisionaron a Hypéreides con la tarea de disuadir a los organizadores de los juegos de hacer efectiva la sanción contra Calipos. Estos se rehusaron, lo cual hizo que los atenienses sabotearan los juegos hasta que un pronunciamiento del Oráculo de Delfos los hizo cambiar de opinión: el Oráculo declaró que no daría consejo alguno a los atenienses hasta que pagaran la multa que le debían a los habitantes de Élide.

Cuando la multa fue pagada, los organizadores erigieron seis estatuas en honor a Zeus las cuales, como en el caso de Eupolios, contenían varias inscripciones. Dice Pausanias que la primera era una dedicación al dios que había expresado en un oráculo encomio por la decisión de los habitantes de Élide de sancionar a los pentatletas; la segunda y la tercera eran elogio a los organizadores por sancionar a los competidores; la cuarta expresaba que las competencias en Olimpia eran de mérito y no de riqueza; la quinta declaraba la razón por la cual se habían dedicado las imágenes y la sexta celebraba el oráculo que le dieron a los atenienses en Delfos.

Opuestos a los Zanes, en el lado derecho del estadio, es posible encontrar pequeños monumentos dispuestos por padres y madres de los atletas con inscripciones con las cuales se los honra por su victoria. Puesto que estaban ubicadas justo a la entrada del estadio, este recordatorio del honor o el dishonor que podría recaer sobre sus actos le daba a los atletas un motivo bastante fuerte para observar las reglas y jugar limpiamente.

Inscripciones honrando a los vencedores a la entrada del Estadio en Olimpia - foto de Grisel González y Jeff Prosise
Inscripciones honrando a los vencedores a la entrada del Estadio en Olimpia – foto de Grisel González y Jeff Prosise

El asunto no es meramente de recordatorios y formas externas. A malandrines como la antigua presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ruth Marina Díaz Rueda, y el actual presidente del Consejo Superior de la Judicatura, Francisco Javier Ricaurte Gómez, de nada les sirve vestirse de toga; ni a ellos ni a muchos más quienes quieren hacernos pensar que están a la altura de la posición que hoy ocupan. La errada iniciativa de la Asociación Nacional de Abogados Litigantes de togar la judicatura fue un mero tomar el rábano por las hojas. La moraleja de la historia de las Olimpiadas radica en el funcionamiento de un sistema de controles formales, como la exclusión de los juegos y las multas, e informales, como el escarnio público, mediante los cuales se inhibía la trampa.

Los Juegos Olímpicos, de modo más general, los juegos panhelénicos, no fueron la única institución que contribuyó al establecimiento de la noción de adherencia a las reglas y de su aplicación imparcial. Probablemente, en la formación de la conciencia moral y política de los griegos influyó el hecho de que el mayor relato épico, la Ilíada, es la primera gran obra literaria de la humanidad en la cual el narrador registra la voz de los vencidos e invita a los lectores a ver las cosas desde varios puntos de vista, no solamente el de los vencedores. Hannah Arendt y Jacqueline de Romilly coinciden en destacar el efecto de este sentido de imparcialidad homérica en la moderación del carácter agonal de los helenos.

En relación con los Juegos Olímpicos, sin embargo, uno puede echar mano del argumento acerca de su valor formativo de un modo análogo al empleado por Hegel y luego por Freud acerca de la relación entre la ontogénesis y la filogénesis, esto es, la reproducción en uno mismo del proceso de evolución de la especie. Gracias al trabajo pionero de Piaget, hoy sabemos que los juegos cumplen una función muy importante en la formación de la conciencia moral en la infacia. Según Piaget, además de la interiorización de una moral heterónoma vía la adopción de mandatos de una persona por quien se profesa respeto, en la infancia se construye un sentido de moralidad autónomo basado en la reciprocidad y el reconocimiento mutuo mediante la experiencia como participantes en juegos.

En gracia de lo anterior, no creo que haya sido un azar que los Juegos Olímpicos hayan precedido el surgimiento de la democracia. En ausencia del sentido de juego limpio, la democracia no habría podido funcionar – habría sido apenas un espasmo en la historia de la especie.

La democracia consiste en el uso de un método de decisión cuando los involucrados tienen opiniones divergentes. Se trata de un procedimiento que funciona gracias a la deliberación y a la aplicación de la regla de la mayoría. Sin razonamiento imparcial y sin adherencia y apego a las reglas, la democracia quedaría vaciada de todo contenido.

En efecto, si un partido mayoritario impone una regla simplemente porque le beneficia, con ello le da al partido minoritario incentivos para subvertirla. El principio de la democracia es que las reglas han de ser aprobadas e impuestas en beneficio de todos. Del mismo modo, si el partido minoritario expresa renuencia a acatar la decisión obtenida mediante el procedimiento democrático, con ello le da al partido mayoritario incentivos para recurrir a otros medios para hacerla efectiva.

Nada de esto parecen tomar en cuenta los enemigos de la imparcialidad, las reglas y la autoridad. Los paladines del posmodernismo no cesan de insistir en que toda pretensión de imparcialidad es una pose y que todas las reglas y todas las autoridades no son más que instrumentos de opresión. Además del posmodernismo intelectual, hay también un posmodernismo práctico que se ha tomado las calles y que, a despecho de sus denuncias contra el autoritarismo, hoy nos impone la tiranía del grafiti hip-hop donde quiera que la han podido ejercer.

Pero no es sólo el hip-hop el que le hace daño al sentido de las reglas y al significado de la democracia. Los grandes volúmenes de ruido visual de ciudades como Bogotá y de otras capitales del mundo son una reacción al falso sentido del imperio de la ley en sociedades donde la medida de la justicia depende del color de la piel, el acento y el tipo de dicción, la indumentaria, el lugar de residencia, la riqueza económica y los nombres y los apellidos. La conclusión es obvia: si la discreción arbitraria ha tomado el lugar de la regla y su aplicación imparcial, entonces la democracia no puede funcionar. Por eso duele tanto el mal ejemplo: la inconsistencia en la aplicación de las reglas nos aleja de la autoridad democrática y nos acerca al autoritarismo.

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