Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Los despidos de Daniel Coronell y Luciana Cadahia, y la corrupción en Colombia

Los despidos de Luciana Cadahia de la Universidad Javeriana y de Daniel Coronell de Semana tienen varias cosas común. De partida, confirman lo que dicen varios indicadores internacionales acerca del carácter sesgado de la democracia colombiana y del limitado respeto a las libertades individuales. En efecto, el Índice de Democracia de la Unidad de Inteligencia de The Economist clasifica a Colombia como una democracia defectuosa; el índice Libertad en el Mundo elaborado por Freedom House, como parcialmente libre y el Índice de Libertad de Prensa, como uno con problemas significativos. Si hubiese un índice de libertad académica, la clasificación de Colombia sería similar.

Los despidos de Cadahia y Coronell fueron arbitrarios. En cada caso, la libertad de expresión que ejercitaron la académica y el periodista dio lugar a la terminación de su contrato. La consecuencia de ello no fue sólo la vulneración de un derecho individual; fue también un atentado contra el pluralismo y la crítica a los poderes establecidos. Por tanto, ambos despidos fueron un atentado a los valores democráticos.

La Universidad Javeriana y Semana echaron mano de la libertad que la ley les concede para ponerle fin al contrato con Cadahia y Coronell, respectivamente. Desde un punto de vista eminentemente legalista, no habría nada objetable en ello. Desde un punto de vista político y constitucional, las cosas se ven muy distintas. En ambos casos está en cuestión el ejercicio de un poder despótico, esto es, un poder que no da razones o que, si las da, como ocurrió en el caso de Coronell, han resultado ser engañosas. Felipe López aseguró que Coronell le dijo que iba a seguir publicando columnas acerca de la cuestionable edición editorial de Semana en el caso de la directriz del Ejército. Coronell lo desmintió el mismo día. (Hay una buena razón para creer en la versión de Coronell y no en la de López. Coronell afirma que podría presentar testigos de lo que dijo en su conversación con uno de los dueños de Semana.)

Desde un punto de vista constitucional, un rasgo en común a los dos despidos es que tanto Cadahia como Coronell trabajaban para entidades que prestan un servicio público. En el caso de la Universidad Javeriana, basta hacer referencia al propio texto constitucional: el artículo 67 define la educación como un derecho y un servicio público. Si bien la misma Constitución (art. 69) garantiza la autonomía universitaria, hemos de entender que esa autonomía está subordinada al carácter de servicio público que define de manera general la función que prestan todos los establecimientos educativos.

El carácter de servicio público de los medios de comunicación no ha sido establecido en el texto constitucional, pero ese mismo texto permite llegar a tal conclusión. En efecto, el artículo 29 la Constitución señala que todas las personas en Colombia tenemos derecho a una información veraz e imparcial. Según ese mismo artículo, todas las personas también tenemos derecho a fundar medios de comunicación, pero es claro que esta libertad está condicionada por el derecho a informar veraz e imparcialmente. De ahí que el propio texto constitucional afirme que los medios de comunicación “son libres y tienen responsabilidad social.” El corolario de estos postulados es que los medios de comunicación sean considerados, en su carácter de informadores y divulgadores de opiniones, un servicio público. En tanto servicio público, dijo la Corte Constitucional (Sentencia T-391/07), el Estado puede regular los medios de comunicación con la finalidad de “garantizar la calidad y eficiencia de los aspectos técnicos, de cobertura en la prestación del servicio y accesibilidad en condiciones de igualdad y pluralismo (…).” (El resaltado es mío.)

La lección que uno debería sacar de los casos de Cadahia y de Coronell es que la regulación estatal debería ponerle freno a los despotimos locales que han afectado la libertad de expresión de la académica y del periodista. Si las universidades y los medios tienen en común, como los bancos, ser entidades de servicio público, el fundamento constitucional para tal regulación es claro. No obstante, para que esa regulación se llegara a materializar, hemos de superar varios obstáculos enraizados en profundos prejuicios y estructuras de poder.

Bancos, medios y universidades se consideran intocables. Esa intocabilidad, impunidad diría yo, está reforzada por el hecho de que los ingresos, prestigio y visibilidad de muchas personas dependen de esas instituciones. Por tanto, pocas son las personas que se atreven a cuestionar el despotismo con el cual son regidas. Los bancos se cubren con su poder de influencia en los medios y en el Congreso; los medios y las universidades, agitanto el espectro de la censura contra la libertad de expresión y la libertad académica. La verdad es que estas dos libertades son las que han sido vulneradas por Semana y por la Universidad Javeriana.

Da grima tomar nota de la forma en la cual muchas personas defienden el despotismo de los medios y de las universidades. Juan Manuel Charry, cual abogado de oficio de Semana, afirma los medios tienen plena libertad para decidir quiénes quieren que sean sus columnistas y para prescindir de ellos. Una columnista del mismo semanario, Vicky Dávila, también dice lo mismo, como si la libertad de contratar, y de despedir, en los medios de comunicación fuera igual a la de las demás empresas. En otras palabras, en lo que concierne a contratar y despedir, no habría diferencia entre un empresa productora de huevos, flores o zapatos y los medios de comunicación. ¡Qué desatino!

En una de sus peores columnas en Semana, Antonio Caballero afirma que fue un “error” que Daniel Coronell escribiera “un texto de denuncia contra su propia revista, y que publicó en ella (…)”. Traducida a un lenguaje llano, la admonición de Caballero es clara: ¡la ropa sucia se lava en casa! Eso es lo que han dicho infinidades de veces los gobiernos a quienes él critica a propósito de las denuncias de violaciones a los derechos humanos en nuestro país. El implacable crítico de los poderes establecidos, legales e ilegales, en contraste con sus colegas Dávila y Samper Ospina, actúa con muchísima deferencia hacia el medio que publica sus columnas, con tanta que reduce el asunto de la cuestionable decisión editorial de Semana en el caso de la directriz del Ejército a un mero asunto de primicia, de chiva periodística. (Hay por lo menos dos razones para desestimar la versión de Semana, a la que Caballero le dá crédito. La primera, la diferencia entre el tiempo que se tomó Semana para cotejar la versión de la fuente y el tiempo que se tomó el New York Times: la primera 12 semanas y seguía la historia sin publicar; el segundo, 2 semanas. La segunda razón es con quién cotejó la versión de la fuente: el New York Times con los comandantes del Ejército; Semana con un cuestionable «experto», involucrado en un escándalo en el cual varios funcionarios del gobierno del expresidente Uribe resultaron sancionados.)

Como Caballero, María Jimena Duzán le endilga a Coronell haber hecho su crítica a Semana de una forma arrogante. Aquí cabe citar lo dicho por Coronell al respecto, en una entrevista a El Tiempo: “Debo decir que me sorprendió que María Jimena no me dijera arrogante ni soberbio cuando leí mi columna a su lado, en vivo y ante 200 suscriptores. Tampoco me calificó así cuando me llamó el martes, muy solidaria, después de mi despido. Quizás solo se percató de mi supuesta soberbia cuando estuvo expuesta a la humildad de Felipe López.”

Con el tufillo de superioridad que les da creerse que saben y entienden lo que deberíamos saber y entender, y aún no hemos sabido y entendido, Caballero y Charry nos conminan a que dejemos de discutir sobre las cuestionables decisiones de la revista Semana y nos concentremos en lo que ambos consideran es el verdadero problema: la también cuestionable directriz del Ejército de aumentar el número de bajas. Se trata de una estrategia de negación harto conocida: el tema del despotismo en los medios, si existiera, no debería existir en nuestra atención porque hay otros problemas más importantes. El asunto es que ambos temas existen y son, y deben, ser ampliamente discutidos.

En el caso de las universidades, la impunidad que las protege deriva de varias causas, siendo la precariedad laboral de los profesores de la gran mayoría de los establecimiento educativos una de las más importantes. Como en el caso de Carolina Sanín, en el de Luciana Cadahia un rasgo notable es la ausencia de expresiones públicas de solidaridad de los colegas de su misma universidad. La decisión de dar por terminado el contrato laboral de un profesor universitario considerado incómodo por las directivas siempre tiene un efecto intimidatorio: quienes quieran cuestionar una decisión de ese tipo correrán con las mismas consecuencias. La gran mayoría de profesores universitarios y de colegios carece de la seguridad laboral que les permitiría criticar abiertamente los establecimientos educativos a los que sirven. De ahí que impere un silencio ominoso cada vez que un colega incómodo es despedido por cuenta de sus opiniones.

Las consecuencias de todo lo anterior son bastante claras, en lo que a la corrupción concierne. Lo que varios opinadores enseñan, así como las universidades, es que hay que quedarse callado ante el despotismo; que las decisiones cuestionables hay que cuestionarlas con todas las arandelas y venias o muy pasito o no cuestionarlas; que si uno alza la voz para que el público tome nota de esas decisiones cuestionables, le llamarán arrogante y soberbio; que lo mejor es concentrarse en otros temas. Por tanto, no nos debería extrañar que el Índice de Percepción de Corrupción clasifique a Colombia como un país corrupto.

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