Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

¡Infelices Alemanes!

¡Infelices! Éste y otros epítetos del mismo calibre se oyen en muchos lugares del mundo para calificar a los alemanes que apoyan las políticas de austeridad de Merkel.
Y, sí, quienes así dicen tienen razón: los alemanes son unos infelices. Eso es lo que muestra un reciente estudio sobre el bienestar, más bien diría el malestar, de los alemanes.
“La economía va bien, pero el espíritu va mal.” Hay algo que falla entonces. Una de las fuentes de este desperfecto moderno procede de la forma como se ha abordado el estudio mismo de la economía.

¡Infelices! Éste y otros epítetos del mismo calibre se oyen en muchos lugares del mundo para calificar a los alemanes que apoyan las políticas de austeridad de Angela Merkel.

Y, sí, quienes así dicen tienen razón: los alemanes son unos infelices. Eso es lo que muestra un reciente estudio sobre el bienestar, más bien diría el malestar, de los alemanes.

“La economía va bien, pero el espíritu va mal.” Hay algo que falla entonces. Una de las fuentes de este desperfecto moderno procede de la forma como se ha abordado el estudio mismo de la economía.

En el tire y afloje entre griegos y alemanes, los griegos tienden a ganarse nuestra simpatía. Merkel ha procedido de una forma dictatorial: le ha dictado a Grecia los términos de una política de austeridad que bien parece un programa de sujeción y sometimiento. No en vano una figura como Amartya Sen se ha pronunciado contra el dictado de la Merkel en favor de Grecia y, sobre todo, de un principio: el de la democracia.

La infelicidad de los alemanes puede ser un sinónimo de mezquindad. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Alemania se benefició enormemente de la largueza y la generosidad de los Estados Unidos. No fue meramente el Plan Marshall. En acuerdo con el Reino Unido y Francia, Estados Unidos promovió una rebaja del 62.6% de la deuda de Alemania. El “milagro económico” alemán no habría sido posible si esa rebaja no hubiese tenido lugar. Hoy, sin embargo, parece que Alemania se olvidó de lo que significa solidaridad. Si los Aliados la hubiesen tratado como trata hoy a Grecia, ¿qué habría ocurrido?

Además, no es bueno olvidar que Alemania quiere que los griegos de a pie paguen los platos que otros rompieron: no sólo los políticos griegos, también las agencias calificadoras de riesgo. Sin duda, pero descontada la responsabilidad de estas últimas, también es cierto que los griegos de a pie fueron los que eligieron a los políticos que cocinaron la contabilidad del estado griego. Si democracia significa rendición de cuentas de parte de los políticos a los ciudadanos, los ciudadanos ¿a quién le tienen que rendir cuentas?

Uno puede quedarse en la lógica de víctimas y victimarios, y echarle la culpa toda a los infelices alemanes. Pero la cosa es más complicada. No sólo en Alemania es común la percepción de que los países mediterráneos (España, Italia y Grecia) son muy laxos con el cumplimiento de las reglas. En el norte de Europa la gente le frunce el ceño a la corrupción mucho más a menudo que en el Sur. Esto es crucial para entender la actitud de los alemanes. Si uno tiene que hacer sacrificios para sacar a otros del aprieto, ¿cuánta responsabilidad van a asumir los beneficiarios por haberse metido ellos mismos en el problema? Si los alemanes se abstienen de pasarle la cuenta a los griegos, ¿qué va a pasar mañana con los españoles, con los portugueses, con los irlandeses, con los italianos?

Los análisis sobre la cooperación gravitan hoy por hoy en torno al efecto que tiene castigar a los que no cooperan, a los que se saltan las reglas. Lo que los alemanes están expresando y están haciendo es defender las reglas que permiten que funcione ese proyecto de más largo plazo llamado la Unión Europea. Pero, de nuevo, las cosas no son tan sencillas. El tema, para empezar, es el de qué tan justas han sido las reglas. La Unión ha beneficiado a todos, pero no por igual, lo cual ha quedado patente en las últimas encuestas de opinión.

Descontada la carga de tener que ayudar a gente que no se lo merece, diría un alemán, hay muchas razones para ser feliz, siendo la prosperidad la primera. Desafortunadamente, la prosperidad ha llegado a costa de la felicidad. Para ser prósperos, los alemanes han tenido que dejar de ser felices. La felicidad ha quedado atada a experiencias de logro que nada tienen que ver con el goce mismo de la vida.

En una reciente encuesta en Alemania, la gran mayoría indicó que se sentía feliz cuando lograba alcanzar algo en el primer lugar. No es sólo la sensación de control sino también la mentalidad de que no hay nada que tenga valor en sí mismo sino en comparación con los otros. La vida se convierte en un hipódromo donde uno ya no es el jinete sino la bestia que corre sin descanso para llegar a la meta. Y, si esto fuera poco, la presión cultural por disfrutar la vida hace que los alemanes sean más miserables. Los patrones culturales de hoy han transformado la felicidad en un deber. El problema es que ser feliz es una cosa muy distinta de cumplir la ley o de rendir en el trabajo. La gran mayoría de los encuestados reporta no poder olvidarse de sus problemas ni poder disfrutar de su sexualidad, la que se supone es una de las actividades en la que más concentramos la atención mientras la llevamos a cabo.

¿De qué sirve entonces tanto esfuerzo y tanto logro? Heinrich Böll puso el dedo en la llaga hace cincuenta años en una historia titulada “Anécdota para socavar la moral del trabajo.” La historia es más o menos conocida. La variada respuesta que provoca en diferentes culturas puede ser un indicador de cuán cerca o cuán lejos estamos de la felicidad.

Para beneficio de los alemanes (y como antídoto contra cualquier estúpida germanofobia), uno puede decir que el problema es más profundo: la causa puede estar en la misma condición humana. “Todas las cosas que existen son con más ardor buscadas que gozadas” (All things that are / are with more spirit chased than enjoy’d), declara Graciano en El Mercader de Venecia. Los anhelos y afanes son espuelas que han picado al mundo desde hace mucho tiempo para que camine. La idea moderna de progreso es apenas una manifestación enconada de una disposición humana básica. Pero dentro de esa idea uno encuentra un conjunto de ideas, algunas de las cuales quizá hayan tornado todo para peor. Eso es lo que creo que sucede con algunos principios de la economía moderna.

A pesar de que el cálculo matemático nos proporciona un método para entender la lógica de los rendimientos decrecientes, el axioma de los cálculos económicos pareciera ser, “más es mejor”. Más qué, podría ser la pregunta, pero los economistas del siglo XX dieron por sentado que ese más era más producción. «Más producción igual más bienestar.» Por lo tanto, hay que hacer todo lo que permita producir más. Éste es el aguijón de los alemanes y, como lo señalé anteriormente, una causa de su infelicidad.

Los economistas se han empezado a dar cuenta que hay algo mal con su ciencia. Algunos todavía no logran formular el problema saliéndose de los términos convencionales de referencia. Por ejemplo, un estudio realizado hace unos años formuló el nivel de satisfacción personal como una función de los ingresos y de la calidad de la vida familiar. La conclusión a la que llegaron los autores de ese estudio es que, para personas con el mismo nivel de educación, cien mil dólares de más en el bolsillo serían el equivalente de una vida familiar feliz. La moraleja de los autores es que es mejor irse para la casa que esforzarse por alcanzar esos esquivos cien mil dólares (adicionales) – el sacrificio no vale la pena. Sin embargo, en sus propios términos, el estudio sugiere que con esa cantidad adicional de dinero uno puede apañárselas igual de bien que con la compañía de otros con quienes uno tenga un vínculo afectivo.

No todas las alternativas son así de chatas. El Índice del Planeta Feliz ha sido un intento un poco equívoco por darle una dirección nueva a la evaluación de las políticas económicas. Es equívoco porque en realidad es un índice de bienestar sostenible en el que el reporte subjetivo de felicidad es apenas uno de los elementos de la ecuación. Sin embargo, sirve para que uno logre ver las cosas desde un punto de vista totalmente diferente. Al incluir la huella ecológica en la evaluación del bienestar, la situación de los que parecen más prósperos deja de lucir tan halagüeña. Este mapa del mundo resulta bastante elocuente: muchos en el África están mal, pero muchos otros en Europa y Norteamérica no están mucho mejor.

Siendo presidente de Francia, Nicolás Sarkozy convocó a una comisión de expertos de la que hizo parte Amartya Sen y que estuvo dirigida por Joseph Stiglitz para que estudiara medidas alternativas de bienestar. El informe, disponible en internet, sugiere el abandono de las medidas tradicionales y su reemplazo por otras que tomen en cuenta el consumo, la distribución del ingreso, la medición de actividades que están por fuera del mercado, así como la valoración de la sostenibilidad de la actividad socio-económica de la que depende la riqueza de los individuos y de las sociedades.

La propuesta de Stiglitz y compañía no es la única en el mercado de las ideas. Otros candidatos a reemplazar el Producto Interno Bruto Per Cápita son el Indicador de Progreso Real, el Índice de Calidad de Vida o la Felicidad Nacional Bruta.

Como lo pone de presente la anterior colección de medidas alternativas de bienestar, el campo está minado por una gran confusión y también por un desbordado anhelo: primero, el de que el bienestar material produzca felicidad y, segundo, el de que la felicidad pueda ser causada mediante una exitosa intervención de ingeniería social. En este punto uno deja de confiar en la ciencia y pide ayuda a la filosofía, a la meditación y también a la literatura (entre tantas cosas dignas de leer, yo me atrevería a recomendar “Altruicina, o una historia verdadera donde se cuenta cómo el ermitaño Bonifacio quiso hacer feliz al Cosmos y cuáles fueron los resultados”, en Ciberíada de Stanislav Lem).

No puedo omitir tampoco el recurso a la religión, que parece haber regresado para ocupar los huecos de la desmesura e inconsistencia de la razón. Quizá con el desencanto del mundo haya sucedido lo mismo que con los antibióticos: tanto abuso de la razón ha quebrado la inmunidad del espíritu. Parece que la felicidad se evapora y sólo quedan pastillas para no soñar.

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