Parsimonia

Publicado el Jarne

Los últimos suicidas del viaducto

Notó la presencia de alguien detrás de sí, así que giró la cabeza levemente sabiendo lo que se iba a encontrar. Había venido, ya estaba aquí. Se saludaron. Después, sin más dilaciones, se besaron. Un beso de amigos en la mejilla, otro de amor en la boca. Le preguntó cuánto tiempo le daban. Él contestó dubitativo que poco más que a ella. -Entonces ya podemos partir- dijo ella. Miraron por última vez a la ciudad, movieron sus cabezas hacía el Campo del Moro y se fueron para no volver.

Ella siempre ibas detrás de él. No paró hasta que lo conquistó. Estuvo incordiándolo y persiguiéndolo durante cerca de medio año por billares y bares. Él, por aburrimiento, sin ninguna otra chica en el puto de mira, decidió darle una oportunidad. Era algo pequeña y flaca, con mirada felina y un carácter indomable. Ganaba en las distancias cortas y perdía cada vez que se enfadaba, aunque con él era imposible.

Sólo por su perseverancia, por esa fijacíon y persistencia de la que hacía gala cada día, le dejó colarse en su vida. Le concedió su mayor deseo, una cita. Después, poco a poco, él se enamoró de la chica. Juntos vivieron aquella época, terminaron el instituto y comenzaron la carrera que dejaron a medias. Se distrajeron con aquel Madrid que encandilaba a cualquiera y, como pocas veces, enorgullecía a sus ciudadanos.

Aquel Madrid era una ciudad libre y a estrenar. La sombra del Franquismo era alargada, pero la vida y la juventud tienden siempre a encontrar un hueco por donde salir. Era una ciudad joven, donde las noches en los bares se podían alargar hasta el amanecer sin ningún problema. Todo estaba por construir. Lo viejo había sido derribado o se había adaptado de forma camaleónica a los nuevos tiempos. El viejo poder dejaba pasar a aquellos jóvenes con pelos de colores o chupas de cuero del extrarradio para seguir siendo el poder. Que todo cambie para que nada cambie.

Era también un Madrid de drogas. Y cayeron en la peor de todas ellas: la heroína. Desfilaron por La Celsa, Pitis o Las Barranquillas en esa búsqueda del pico que retrataba Eloy de la Iglesia. Fueron víctimas del mono y robaron lo que pudieron. Conocieron todas la comisarias de la ciudad. Perdieron las buenas costumbres y los juegos de amor. Un buen día, ella desapareció.

Dos años después, restablecieron el contacto. Ella le mandó la primera carta. En las misivas, se contaban cómo estaban, qué tal les iba. Se volvieron a enamorar en la distancia y decidieron volver a encontrarse. Se reunieron para irse. Había que dejar de ese Madrid porque la ciudad de su juventud había muerto, como la mayoría de sus amigos. Y es que aquel Madrid quedó sepultado entre la sobredosis y los poblados chabolistas.

Como buenos madrileños, optaron por el Viaducto de Segovia. Después de su muerte, el ayuntamiento decidió poner unas mamparas enormes para evitar que la gente se suicidase. Fueron los últimos suicidas del viaducto.

Acueducto de la calle Segovia, Madrid.
Acueducto de la calle Segovia, Madrid. Ilustración de Daniel Crespo Saavedra.

En Twitter: @Jarnavic

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