Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Trilogía de la infamia

I

El 31 de agosto de 1939 Alfred Naujocks, comando de la SS alemana, cruzó la frontera para asesinar el operario de la emisora de la pequeña provincia de Gliwice. Abrió micrófonos para iniciar su proclama: “¡Atención! Esto es Gleiwitz. La emisora está en manos polacas”. Después se despachó contra Hitler y los alemanes. Para que la escena fuera más macabra, llevó cuerpos que distribuyó en la escena del crimen. Entre ellos se encontraba el cuerpo de Franciszek Honiok, un granjero de 43 años al que había capturado el día anterior. Les disparó en las caras hasta desfigurarlos. La idea no fue de Naujocks, Reinhard Heydrich ni Heinrich Müller (sus superiores). La idea fue de Adolf Hitler, quien la semana anterior informó a su Estado Mayor que “proporcionaré un motivo de guerra propagandístico. La credibilidad no tiene importancia. Al vencedor no se le cuestiona la verdad”.

Su estrategia funcionó: el 1 de septiembre de 1939 metió a Alemania en el vértice de una guerra que dejó más cuarenta y cinco millones de muertos (nueve millones los puso Alemania). Hitler necesitaba un motivo para que amaran ciegamente a su líder (führer, en alemán). Él sabía que su discurso tendría vigencia en la guerra y que sólo en ella tendría el poder en su mano. Su virulencia sólo tendría validez en los márgenes de la muerte de los otros, porque él no pondría los muertos. La carne de cañón saldría de quienes lo vitoreaban en las calles (los mismos que seguían sus instrucciones al pie de la letra). De ellos sería la sangre que correría por los ríos y cañadas. De ellos serían las piernas mutiladas, las manos sin dedos, los rostros sin ojos. De ellos sería la miseria de los campos estériles y de las ciudades en ruinas. A él, al führer, le quedaban los réditos políticos y el dinero que generaba la guerra.

II

Nadie regresa del infierno. Los sobrevivientes estuvieron en las puertas, sintieron la pestilencia que emanaba de las entrañas, pero no pueden decirnos cómo es el infierno. Nadie regresó de los hornos de gas para contarnos qué se siente estar en la fila que antecedía al ingreso. Nadie nos ha contado de qué hablaban, si acaso hablaban, quienes estaban a pocos segundos de morir. No sabemos a qué olía el Zyklon B, el insecticida que correteaba por las cámaras como el silbido de una serpiente. Mucho menos sabemos cómo se siente rasguñar las paredes en la última agonía ni qué recuerdos acuden en medio de la gritería. No sabemos qué sentimientos rondaban a las personas que recogían los cuerpos de niños aferrados a las manos de su mamá. Sólo sabemos que lo hacían llevados por una idea: exterminar a los judíos, que el enemigo ordenado por Hitler.

A estas alturas de la historia asombrosa que millones de alemanes creyeran ciegamente en Hitler, quien ordenaba que asesinaran ancianos, mujeres y niños. Aunque, pensándolo bien, no es asombroso si se revisan los eventos posteriores a la segunda guerra. Incluso si se piensa en términos locales: ¿a cuántos profesores, defensores de derechos humanos o estudiantes han asesinado porque alguien los señala como amigos de la guerrilla? Y viceversa: ¿cuántos atentados, masacres para vencer al “imperialismo”? ¿Cuántas muertes a nombre de la ideología? El enemigo adquiere esa condición porque alguien afirma que lo es. Quizás milita en la orilla contraria, siente simpatía alguna ideológica o es la piedra en el zapato del gamonal del pueblo o del concejal de la ciudad. El joven, la muchacha o el señor asesina al familiar o al vecino de la misma manera que los alemanes abrían la llave para que murieran judíos.

III

Siempre me ha impresionado el muro de Berlín. No me impresionan los ladrillos, los alambres de púas, los soldados que disparan a quienes se acerquen; me impresionan las familias separadas. En mi alma quedó grabada la imagen de una anciana que lloraba frente a los soldados que acomodan los ladrillos. Lloraba por su soledad, por el final de miles de familia y por la infamia.

No sé cuál fue el proceso para decidir quién se quedaba en cada lado: si los acomodaron al capricho de algún burócrata o si todo sucedió entre empujones, gritos y disparos al aire. Lo que sí sé es que el paso definitivo lo dieron los políticos que trazaron el foso de odio y rencor al sembrar diferencia entre los familiares (“no eres mi hermano porque eres comunista”; “no eres mi hijo porque eres capitalista”).

El muro creció por el planeta, separando familias que defienden ideologías, partidos políticos o parloteos de burócratas. No se necesitan ladrillos ni alambres de púas para que nos separe un abismo de palabras y ofensas. No se necesitan soldados para que acusemos al hermano de comunista o al amigo de facho porque piensa diferente o porque vota por otro candidato. No levantemos muros entre nosotros. El enemigo no es el hermano, el amigo, el primo o el sobrino. El enemigo es el que polariza, el que divide, el que segrega.

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