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Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

Confesiones de un comedor de chilli

«Picarás a tu prójimo como ají mismo»

Los Supicantes de Chiltipiquín


Ají habanero
Ají habanero

Fernando Cabieses (1920-2009), botánico y neurocirujano mexicano, cuenta en su libro Antropología del ají[1] el verdadero origen de esa especia en forma de baya a la que los conquistadores españoles llamaron “pimienta de las indias”, por tratarse de un fruto cuyas propiedades pungitivas reemplazarían la escasez de pimienta india en España. Proveniente del alto Perú, hoy Bolivia, el ají fue llevado por las aves que migraban hacia el norte del continente, desde la cuenca amazónica y el Orinoco hasta llegar a tierras aztecas, para más tarde ser llevado a Europa tras el descubrimiento de América.

Sin desplazar a la pimienta o a la sal, el ají fue prontamente acogido en el viejo mundo, donde incluso una de sus variedades fue erróneamente catalogada como china, cuando provenía en realidad del continente americano, el capsicum chinese. Así mismo, este fruto compartió varias similitudes con la sal de los europeos, tanto por servir como pago en reemplazo de las monedas de baja denominación, como por ser utilizados de forma obligada en su alimentación, como ocurre hoy día con el consumo de chilli en la gastronomía mexicana, pues sin su uso no sentirían que están comiendo.

Ají jalapeño
Ají Jalapeño

 

Con más de cuarenta especies nativas solo en centro y Sudamérica (jalapeño, chipotle, morita, mulato, poblano, paprika, malagueta, cayenne, entre otras?, el ají, chile o chilli, como es llamado en lengua Náhuatl, recibe así mismo otros nombres en lugares como Bolivia (Uchu), Colombia (Katupí), Ecuador (Jimia) o en algunas zonas del Perú (Aki o Jima).

Todas estas cobijadas bajo el nombre científico de capsicum, el secreto de su agresividad reside en un compuesto que les sirve de protección ante los depredadores, la capsaicina, y que es la encargada de enviar señales de dolor al cerebro mediante los centros nociceptores (los pájaros son inmunes a ella y por esto pudieron comerlos, aparentemente atraídos por su color), provocando la liberación de endorfinas, opiáceos naturales que incitan en el comensal una abrazadora sensación de euforia y que causa a su vez una analgesia parecida a la ocasionada por la morfina.

Tal y como ocurre con algunos fármacos prohibidos, podría decirse que el masoquismo que el ají prodiga puede hacer “culpable de práctica tan indecente”, como Thomas de Quincey refiere al imputarse una dulce afición al opio, a cualquier parroquiano en domingo, sumergido como el autor inglés en los “anales del dolor y la delicia”. Miembro de la familia de las solanáceas, el ají contiene, junto a los borracheros, la yerbamora, la mandrágora, el estramonio, el beleño o la belladona, un significativo nivel de alcaloides. A este mismo grupo pertenecen el tabaco, tubérculos como la papa, rechazada por un tiempo al creer que era causante de lepra y el jitomate, considerado altamente venenoso para el hombre.

El ardor y propiedades paliativas del ají, significaron en las culturas indígenas precolombinas un placer de algún modo libidinoso, por lo que su uso era a veces limitado a ciertos estados del espíritu, obligándoles a abstenerse de su ingesta en tanto eran instruidos en el “oficio tan vil e infame” de la hechicería o simplemente eran castigados o puestos a prueba, como lo relata Francisco Hernández en su crónica Antigüedades de la nueva España:

“Se sientan por orden en esteras recargados contra la pared, según su costumbre, y no se levantan a no ser para exonerar el vientre o para orinar. Se abstienen de sal y de chile y no ven ninguna mujer durante los primeros sesenta días, tan distantes están así de darse a las cosas de Venus”[2].

Rocoto
Ají Rocoto

Veneno o no, la capsaicina sirvió a los indígenas para ahuyentar tribus invasoras por medio de la quema de ají seco, castigar a los niños a través de su inhalación y fundar un vasto recetario para combatir enfermedades como el asma o el dolor de muelas –hoy día se ha descubierto su eficacia en el tratamiento de la obesidad–, o para tratar las mordeduras de la lengua que, en crónica de Fray Bernardino de Sahagún, “se curarán con el agua de chile, coziéndose, y echar un poco de sal, y untarla con la miel blanca o con la de maguey”[3]. Como sucede con el licor de absenta, cuya planta se utiliza por igual con fines terapéuticos, la capsaicina del ají ha venido empleándose en la producción de nuevas medicinas, así como en la obtención de oleorresinas, colorantes y en la elaboración de sprays de defensa personal.

Puede conjeturarse que las bendiciones de este condimento, que corresponden a uno de los alimentos con más personalidad y propiedades de la cocina actual –el ají tiene un alto contenido de vitamina A y cuatro veces la vitamina C de una naranja–, obedecen por igual a aquellos planos más elevados, como los de un universo ritual que comprende el remedio y el veneno, tal y como el investigador Antonio Escohotado anota en su libro Aprendiendo de las drogas[4], al hablar de la satanización moral frente a las drogas ilegales, y por el que concluiríamos que el ají podría catalogarse como fármaco, llamarse por lo mismo narcótico —del griego narkoun, que significa adormecer y sedar— dado su carácter paliativo y su poder médico en afecciones como el asma, las hemorroides o la psoriasis, lo mismo que en la obtención de productos farmacéuticos que sirvan para el tratamiento de dolores musculares, dolores reumáticos y gota.

La capsaicina incrementa la presión arterial y reduce el excesivo sangrado en cualquier parte del cuerpo. Contrario a lo que se piensa, su uso en problemas gástricos y úlceras ha arrojado resultados clínicos positivos, lo mismo que en el tratamiento de neuralgias dada su notable incidencia en el sistema nervioso.

El grado de este compuesto contenido en cada fruto de ají es relativamente mínimo, por lo que el dolor o poder pungitivo de la capsaicina obtenido en estado puro alcanza un nivel solo utilizable en la producción farmacéutica e industrial. Este se mide en grados Scoville, desde más o menos 0.05 ?lo que se obtendría de un pimiento normal? hasta algo más de 300 000: un ají habanero o un rocoto, ambos originarios del Perú y Bolivia: capsicum pubescens y capsicum annuum.

chilitemp

Elemento vital dentro de la vida social y cosmogonía del mundo prehispánico, el ají goza de un lugar preponderante en las cocinas peruana y mexicana en las que la popularidad del chiltécpil, nombre náhuatl con el que los españoles supieron tomar las debidas precauciones antes de ingerir un plato que tuviese tal sufijo (ejemplo de ello es el plato azteca Meocilti Chiltecpin Mollo, consistente en gusanos blancos del maguey preparados en abundante chilli y destinados para la mesa de los llamados ‘señores principales’), fue nutriendo dos de las tradiciones culinarias más relevantes e impetuosas en el mundo. En su libro Capsicum y cultura[5], Janet Long-Solis recuerda finalmente el carácter viajero de esta especia indígena, ya sea en manos de los turcos que le llevaron a Hungría y otros lugares de Europa o recurriendo a Octavio Paz en su estudio sobre Sor Juana Inés de la Cruz para enfatizar su nomadismo sagrado: “las formas poéticas se parecen a las plantas: unas son oriundas del suelo en que crecen y otras son el resultado de injertos y trasplantes”.  Sea en el náhuatl chilli, o en el axi o ají utilizado en otras partes del continente, aquellas aves migrantes que trasladaron ese apetitoso dolor por la temprana América, jamás intuyeron que llevarían consigo buena parte de la identidad de un continente tan ardoroso como uno de sus frutos más característicos, el ají,  que resume dolor y sosiego en una sola y colorida especia de las indias.


[1] CABIESES, Fernando. Antropología del ají. Lima, 2000. 140 páginas.

[2] HERNÁNDEZ, Francisco. Antigüedades de la nueva España. Ed. Dastin. Madrid, 2002. 272 páginas.

[3] SAHAGÚN, Fray Bernardino de. Historia general de las cosas de la nueva España, II. Conaculta. México, 2002. 979 páginas.

[4] ESCOHOTADO, Antonio. Aprendiendo de las drogas. Editorial Anagrama. Barcelona, 1995. 256 páginas.

[5] LONG-SOLIS, Janet. Capsicum y cultura: la historia del chilli. FCE. México, 1998. 202 páginas.

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