El Magazín

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Gastronomía de acera

Flickr, Jacinta
Flickr, Jacinta

Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra.
San Josemaría Escrivá

La felicidad consiste en poder unir el principio con el fin.
Pitágoras

Jaime Panqueva (*)

Doña Carmen se paraba de lunes a sábado, en la misma esquina de la calle catorce con carrera sesenta y cinco, junto a un baldío bordeado por una valla metálica con cimientos de ladrillo cocido y mal pintado. Llegaba en un taxi y sacaba del baúl una olla hirviente de aluminio de cuarenta litros y bolsas con servilletas y platos de plástico. Su hija adolescente, ayudada por el taxista, bajaba las demás cosas con la velocidad y precisión que acompañan a la rutina. Carmen no desamparaba el canasto de chin que colgaba bajo su brazo apretado contra la cadera, lo descargaba sobre una mesa de madera sin barniz que dejaba amarrada con un alambre junto a la barda. Luego, y sin necesidad de una señal previa, un joven vigilante de la tostadora de café que perfumaba el rumbo, cruzaba desde la contra esquina con una caja de gaseosa. La ponía junto a la mesa y repetía la misma operación una vez más. Madre e hija terminaban de desempacar los platos, la tabla de picar, cuchillos y tenedores, vertían el ají en un recipiente amarillo y atendían a los primeros clientes que se desgranaban por la acera.

Desde la esquina de la bomba de Esso, Beto observó el montaje mientras tragaba saliva amarga, con reminiscencias del aguardiente de la noche anterior. Al ver aumentar los clientes como si se tratara de un enjambre, el joven cruzó la calle con premura. Se oyó un chirrido de frenos y el insulto proferido por el conductor. Beto, algo atolondrado, prosiguió su camino sin darle más importancia al episodio. De Contabilidad le habían mandado temprano para alcanzar los pasteles de yuca antes de que se agotaran, la prisa estaba justificada.
Saludó a doña Carmen y se preguntó si le habían sobrado pasteles de los que llevaba al hospital. Eran los mejores; además del relleno tradicional de papa, arroz y carne macerada, tenían huevo cocido en pedacitos y arvejas. Engulló con abundante ají los dos únicos que quedaban y sacó una Colombiana de la caja, mientras doña Carmen con sus manos ásperas, llenas de callos, empacaba los quince pasteles que le habían encargado. Beto destapó la botella y bebió la mitad de un sorbo al pie de la olla humeante, luego encargó quinientos pesos de pelanga cortada en trozos pequeños.

Regresó a la empresa con la discreción habitual, por eso y por ser el más joven, el jefe le confiaba la consecución del bálsamo que curaba el guayabo entre semana. Beto se asomó con rapidez dentro de la oficina e hizo la seña acordada, para luego dirigirse al cuartito de los tintos y abrir el paquete. De esta manera se protegía aquel botín mal visto por los altos directivos de la empresa.  Contabilidad se hallaba muy cerca de Presidencia y de los mamones de Planeación.

La primera en llegar fue la secretaria del jefe con un platito que llenó con dos pasteles y una porción generosa de jeta. Luego lo disimuló con un cartapacio de recibos fiscales. Tras ella llegaron poco a poco los demás colegas hasta dar cuenta del resto de la comida. Beto se embutió un pastel más, junto con una papa chalequeada, que quedó en el fondo de la bolsa. Eliminó todos los desperdicios del lugar, y se fue a terminar las conciliaciones bancarias que le tocaban ese día.

El tiempo transcurrió y este episodio se repitió con ligeras variaciones durante varios años. Sin embargo, Beto cada vez concurría menos a la ceremonia de apertura del chuzo de doña Carmen. Había terminado su carrera y tenía experiencia en la compañía por lo que a nadie sorprendió que fuera él quien recolectara el dinero y delegara la compra y transporte a compañeros novatos. Conforme su desempeño laboral fue asombrando a sus superiores, Beto se dio el lujo de invitar a colegas de otras secciones a degustar de los manjares de la vieja cocinera, hasta un día en que doña Carmen desapareció. Los mensajeros llegaban con las manos vacías  y sin noticias de la mesa, la olla, la hija o el taxi. La oficina se paralizó. De no ser porque había que liquidar el IVA y consolidar estados financieros para la casa matriz esa semana, Beto habría mandado a todos sus subalternos en su búsqueda. Tras un corto razonamiento, decidió enfrentar la situación en persona.

Entrevistó al vigilante de la tostadora y se enteró de que Carmen acababa de ganar el premio gordo de la lotería, motivo por el cual había colgado su delantal y se dedicaba a disfrutar de sus millones. Beto se alegró por ella, pues la doña aventajaba sin problemas la sesentena y, por su arte, creyó más que merecida su jubilación. Sin embargo, el panorama alimenticio se había ensombrecido. Beto se vio obligado a buscar sucedáneos.

Largo fue su peregrinar por los puestos de fritanga, perros calientes, empanadas, arepas, papas rellenas, tamales, gallina criolla y hasta por los restaurantes cuchitrilescos del Samper Mendoza donde vendían serrucho. No encontró ningún sustituto a los manjares de la vieja millonaria, quien se le aparecía a veces en sueños con su piel morena, cuello y mandíbula de tortuga abriendo su canasto de pasteles. Ante tamaña desazón, Beto se refugió en su trabajo de tal manera que pocos días se le veía fuera de la oficina. Concentró sus tareas en “mejorar la eficiencia de los procesos” y, como todo buen ejecutivo debe hacer, redujo la plantilla y eliminó los pagos de horas extras. Esto trajo dos consecuencias inesperadas. La primera: los directivos de la empresa decidieron promoverle. La segunda: se casó tras un intenso romance de pocos meses con su nueva secretaria. Algunos bromearon diciendo que así ella había evitado el despido, pero por varios años fueron vistos como una pareja bien avenida.
La mañana en que le fue comunicado su ascenso al nivel gerencial fue acaso el culmen de su dicha. Tras recibir las felicitaciones del Presidente Ejecutivo y demás directivos, el mensajero le trajo una noticia aún mejor: doña Carmen había vuelto a instalar su venta en el mismo lugar. Sus hijos habían dilapidado de tal manera la fortuna, que el dinero se había esfumado en tres años. Esa noche si Beto se excedió con el alcohol no fue por celebrar su ingreso a lo más alto de la multinacional, sino para tener un buen guayabo que mitigar con los pasteles de yuca.

A la mañana siguiente, Beto asistió solo al regreso de doña Carmen y devoró, con una sola botella de Colombiana, media docena de amasijos grasosos y doraditos con ají. Muy en el fondo se reprochó el beneficio que obtenía de la mala suerte de doña Carmen, pero se consoló al constatar que la gastronomía nacional había recobrado una de sus piezas fundamentales. Un día después, regresó al lugar con su esposa, había descubierto también que la felicidad debía compartirse en familia.

Y ahora que se menciona la palabra felicidad, es importante recalcar que ésta es muchas veces esquiva, y que nunca se obtiene por completo. La misma semana en que Beto alcanzaba la cima, le comunicaron que en virtud de su nuevo cargo se le enviaría a la casa matriz para un perfeccionamiento laboral en los intrincadísimos sistemas contables de la organización a escala mundial.

Fueron varios años alejado del país y quizás en uno de los peores lugares para un gourmet de la categoría de Beto. Alemania le brindó los pretzels tibios salpicados de granos de sal, las currywurst, con esa salsa de color escandaloso y sabor indefinido, el rollbraten, los champiñones y las papas asadas con crema agria. Pero incluso el mejor döner kebab palidecía ante el recuerdo de los pasteles de doña Carmen. Beto en su interior rememoraba el sabor de la masa, la tierna resistencia que oponía a su dentadura; cómo la carne en rilas de jugoso sabor se entrelazaba en sus encías, la descarga festiva del ají en su paladar. Si alguna vez la palabra “patria” tuvo algún significado para él, la entreveía como un pastel de yuca calentito compartiendo espacio con muchos más dentro de un gran cesto.

Durante el invierno, cuando todo era más frío y oscuro, anhelaba regresar a la acera de su ciudad donde, cuando no olía a pastel, lo abrazaba el aroma del café recién tostado. Beto añoró el retorno a pesar de no oír más que lamentos sobre las condiciones del país, el cacareo inacabable sobre la violencia imparable del narco, los muertos y los secuestrados. No obstante, él seguía siendo un excelente empleado y en lo laboral hacía mayores progresos. Colombia pronto se volvió pequeña para los destinos que los altos ejecutivos trazaron para él en la megacorporación.
En los cinco años que pasó en Alemania, Beto sólo pudo regresar tres veces al país, las dos primeras logró pasar una gruesa de pasteles congelados por la aduana. Tuvo que pagar un escandaloso soborno a la salida de El Dorado y luego, en Frankfurt, explicar a los atónitos funcionarios alemanes hasta el mínimo detalle de los ingredientes y la forma de preparación de su cargamento. Tras un concienzudo bombardeo de rayos X y una inspección fitosanitaria exhaustiva, Beto pudo saciar por unos días su hambre nacionalista.

En la tercera visita, Beto encontró a doña Carmen más vieja y arrugada. Ella se alegró al verlo, celebró sus logros empresariales y sus tres hijos. Pero por más que lo intentara, la cocinera dejaba entrever la amargura que sólo conocen quienes se han encaramado presurosos en la rueda de la fortuna para luego ser aplastados en el primer giro. Beto se sorprendió haciendo planes para llevarse a Carmen para Alemania, asunto que desechó pronto pues temía que el cambio de ambiente afectara el resultado excelso de sus productos. En esa ocasión no pidió pasteles para llevar. Tras el pago de la consumición y la despedida, Beto pensó que veía a Carmen por última vez. No se equivocó.

Quiso la suerte que la carrera profesional de Beto siguiera en franco ascenso hasta el punto de domiciliarse por completo en el extranjero. Cambió de idioma y esposa, lo que le hizo factible mudar también de pasaporte. Un día cualquiera se enteró de la muerte de doña Carmen. Sintió una pena profunda, casi comparable a la que había sentido al morir un pariente cercano.

Veinte años después y como recompensa por sus esfuerzos, fue nombrado Presidente de la filial en la que humildemente había fungido en sus inicios como auxiliar contable. Regresó a Bogotá triunfante, se le asignó una casa enorme en el Norte, un carro blindado, un chofer y tres guardaespaldas que se adherían a él cada vez que daba un paso fuera de la empresa o de su domicilio. La ciudad también había mejorado, se vanagloriaba de tener un nuevo sistema de transporte masivo y de avanzar con decisión hacia una vida civilizada. A sus años, Beto experimentaba antipatía por cualquier tipo de civilización que marginara la cultura culinaria y, en especial, por aquellas que desdeñan la gastronomía de acera. Ahora, al ser un hombre importante en su país, perteneciente al sector que llaman poder fáctico, Beto extrañaba el anonimato y, más que nunca, comer con toda calma en la calle.

Por boca de antiguos colegas, los pocos que no fueron despedidos por su antigüedad, se enteró que la hija de doña Carmen regenteaba de nuevo la esquina de siempre, con las mismas recetas que había heredado de su madre.

Beto siempre supo cuidar las formas, sabía que no podía llegar al chuzo de la nueva doña Carmen con toda su escolta. El buen nombre de la empresa y su reputación estarían en entredicho. Trazó un plan cuidadoso.

Una mañana, se disfrazó con un overol de empleado fabril que pidió a Recursos Humanos y al que descosió los logotipos de la compañía. Entró en su baño privado, se tiñó el pelo canoso, se afeitó la barba y el bigote. Luego por el intercomunicador mandó a su secretaria a buscar unos documentos y aprovechó una distracción de sus custodios para escabullirse. Conjuntándose con una cuadrilla de trabajadores, salió de la empresa a paso veloz. Caminó las pocas cuadras que lo separaban de la sesenta y cinco con catorce con los jugos gástricos en animosa expectación.

Se plantó en la esquina de la gasolinera con la vista clavada en la barda metálica. Al abrirse la puerta del taxi y ver el descargue de la olla y el cesto, su cuerpo comenzó a temblar. Regresó en el tiempo: la señora acompañada de una niña que pagaba las cajas de gaseosa al celador de la tostadora no era un sosias de doña Carmen, era ella en realidad, como si nunca hubiera muerto. Los clientes se arremolinaron. Beto cruzó la calle embelesado, pero esta vez no hubo frenazo, ni mentada de madre; la camioneta lo alcanzó de lleno y como un guiñapo lo arrojó contra el sardinel. Lo encontraron tres días más tarde en un hospital del seguro social. Nunca salió del coma pero murió con una expresión beatífica en el rostro, como si un gran canasto humeante se hubiera abierto ante sus ojos.

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Tomado de:San Beto mártir. Apuntes hagiográficos sobre un devoto defensor de la gastronomía de acera.

(*) Colaborador.

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