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Secuestro

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Carlos Orlando Posada Ortiz*      

Llegaron como fantasmas que salen de la bruma en la madrugada. Con su cansancio y sueño a cuestas, el ladrido de los perros nos despertó pero ya estaban en la puerta de la casa, con su fusil que apuntaba. Golpeó. Cuando abrí, frente a mi cara vi sus ojos, eran fríos, sin brillo, no parpadeaban. Con su mirada recorrió toda la casa, siguió sin hablar. Los dos que lo acompañaban revisaron la sala, las alcobas, volvieron y le murmuraron al oído.

Entró. Me empujó hacia la pieza donde duermo, con tono seco y sin emoción pregunta:

–          ¿Su compañera?

–          Sí

–          ¡No se levante!, voy a dormir un rato.

Lo miro. Se sienta al borde de la cama, se quita el sombrero con la mano derecha y en la izquierda sostiene el arma que recuesta en la pared, se agacha y se quita las botas de caucho que sueltan un olor fuerte que se palpa e invade toda la habitación. Mi compañera no se mueve. Se deja caer de espaldas sobre el colchón, no se quita nada más.

            Me voy hacia la cocina, al salir en el corredor hay varios niños con uniformes y armas, expelen humo por sus pequeñas bocas, están prestando guardia, caminan de un lado para otro, algunos duermen abrazando su arma, veo en sus ojos la tristeza de sus sueños perdidos, la añoranza de amigos que no tuvieron en su juventud sin esperanza del mañana, porque hoy la muerte es segura, de una guerra que les inventaron para sacarlos de la vida, quitándole sus ilusiones, robándole sus parcelas sin dejarles más opciones que caminar por el vacío de su futuro, obedeciendo órdenes que muchas veces no comprenden pero obedecen para no poner en riesgo su integridad.

            Caminando hacia la cocina comienzo a recoger leña para echarle al fogón. El chispoteo de los carbones, el fuego que tímidamente aflora y el frió de la mañana anuncian el empezar de un nuevo día, pero este es diferente por la tensión de mi cuerpo, la aflicción de mi alma, al ver estos niños que pueden ser mis hijos. Sus rasgos son de amargura y abandono, sus ojos se pierden en la bruma: no hay esperanza, su mirada es vacía, los destellos de sus sueños se perdieron. Comienza a salir humo, ya no hay llamas. El calor invade el entorno, sus caras comienzan a moverse para mirarme de soslayo. Los veo y sigo con mis quehaceres: preparar un café y luego mis labores del campo. No sé cómo empezar  tener una conversación con alguno de ellos, porque infunden temor, no por la austeridad de sus caras sino por las armas que llevan en sus juveniles cuerpos y por uniformes sudorosos que exhalan diferentes olores. Están ahí como entes, esperando órdenes para moverse. Ya huele a café caliente, lleno los pocillos, me acerco a ofrecerles, con sus cabezas niegan la invitación e insisto, uno de ellos lo coge, su mano tiembla, lo lleva suave y desconfiado me mira para llevarlo a su boca, sorbe un poco.

–          ¿Tiene frío?

–          ¡No¡

–          ¿A sus compañeros no les gusta?

–          Tenemos órdenes de no recibir nada.

–          De todas formas voy a insistir.

Paso otra vez insistiéndoles, unos reciben y otros apenas me miran, al rato regreso y les pregunto que si quieren, pero lo niegan, me acerco al que me aceptó, le pregunto por qué no me recibieron, él contestó con un murmullo: “son los más veteranos”.

–          ¿Los castigan por desobedecer?

–          Unas veces sí, y otras no.

            Creo que con él puedo tener una conversación, me animo, pero dudo, pienso que  lo puedo poner en peligro, sin embargo,  pueden más las ganas que el miedo, observo a mi alrededor veo que es el que más distante está, y lo invito a la cocina. Me dice que no. Le sugiero que hable con su superior para prepararles desayuno, me mira con sorpresa pero con alegría, alegría de niño que aflora en la cara como cuando nuestros padres nos llamaban a desayunar después de un buen rato de trabajo. Se aleja. Vuelvo a la cocina. El fogón está casi apagado, me agacho para soplar, mis ojos son atacados por el humo y me llorosean, continúo hasta que hace llama, coloco ollas con agua para preparar caldo y agua de panela. Llega con sus ojos alegres, hermosa sonrisa, no necesito que me dé respuesta, nos disponemos a preparar todo, en medio de las órdenes y las risas entablamos la conversación anhelada por mí.

            ¡Cómo se enrolo en esto! Le pregunto. Su sonrisa se acabó y el silencio no se hizo esperar, la tristeza lo llevó a su primer estado, todo quedó en un sopor y en una duda que flota en el ambiente, se oían las respiraciones agitadas y rápidas, pero queríamos hablar, lo sentíamos en nuestros pensamientos, en los movimientos, y los ruidos de las cosas que hacíamos.

–          ¡No, yo  no me metí!

–          ¿Entonces?

Mi papá tiene una finca, yo soy el mayor, tengo diez y seis años, somos cuatro hermanos. Una mañana así como esta dormía, cuando llego mi papá y me despertó suave, su voz era un susurro

¡Mijo, vaya por leña, pero salga por la puerta de atrás!

            Todavía dormido me levanté y en la oscuridad salí al patio, el frío me hizo castañar los dientes, froto mis manos, corro para ir lo más rápido posible. Cuando sucedió yo tenía diez años. Al llegar veo que mi papa le espeta al comandante del grupo “es un niño”, por qué se lo van a llevar, este coge el arma y lo amenaza, él me mira, con su mirada me dice tantas cosas, recuerdo que susurrando me dijo otras palabras que en medio del sueño no entendí. Dos que estaban en el pasillo me cogieron y empujaron suave pero firme con la punta del fusil, me llevaban hacia el monte, donde había otros niños, en sus ojos y su mirada se veía el vacío de lo inesperado, la soledad que comenzaba, la tristeza que venía y el recuerdo que nunca existiría en nuestras vidas. En este momento recordé las palabras de mi papá “corra y no vuelva mijo”. Nos llevaron a un campamento donde estuvimos durante un año, eran cuatro cambuches, nos dividieron por edades y sexo, nos daban órdenes que nos causaban desconcierto, corríamos de un lado para el otro cuando se pararon frente a nosotros señores con vestidos militares que gritaban edades y nos formamos frente a ellos. En los entrenamientos nos vociferaban que teníamos que ganar la guerra contra la burguesía, yo no sé de qué guerra nos hablan, mucho menos de esos burgueses y otra perorata que no entendíamos, nos mandaron a diferentes grupos, caminamos horas y días por el monte, nos enseñan a cuidarnos de los diferentes ataques militares por aire y tierra, que nos asedian en nuestras caminatas. Hablan de una revolución dizque para defender a los campesinos y pobres de la ciudad. No entendemos pero disparamos. El armamento pesa, las cananas están con balas salteadas para que no pesen mucho y que nos vayamos acostumbrando, nuestros sentimientos nos los cauterizan con los castigos a los que nos someten, nos enseñan a matar sin escrúpulos, nuestra conciencia esta cercenada.

            El olor a caldo nos vuelve a la realidad. Volteo a mirar y lo veo en esa expresión de alegría de la que a pesar de los años que tengamos no somos capaces de disimular, ocultar o reprimir porque son involuntarios e innatas. Comenzamos a echar en diferentes vasijas para darle a cada uno su porción comenzando por los más antiguos, nos quedamos en la cocina después de haber repartido las porciones. De un momento a otro se quedó mirando el fogón como hipnotizado, caminando el vacío de su silencio porque su mente no está, para de masticar, no hay punto fijo, su voz es como un murmullo y escucho como si estuviera mirando ese momento…

            Desde mi punto de guardia, atisbo a una niña de mi edad, sentada en la parte de atrás del cambuche, su carita triste a punto de llorar, las manos las tiene juntas metidas en medio de sus piernas, da la impresión que está temblando. Somos veinte alrededor del campamento a diferente distancia, hay una fiesta con música, trago, unos compañeros bailan y fuman cigarrillos que ellos preparan. El que nos da las órdenes grita, canta, baila, fuma y ríe de una forma vulgar, tomando trago a pico de botella. Yo veo sus ojos inyectados de lujuria y maldad, son como los de una serpiente, sin vida y sin resplandor,  manosea a una mujer y se le nota su ansiedad, la coge del brazo para obligarla a entrar y ella llora sin gritar, se sujeta de donde está sentada y él en medio del forcejeo cae, todos miran con sorpresa, se levanta, todo continúa como si nada pasara. Hubo cambio de guardia y nos fuimos a dormir. A las diez de la mañana salen del campamento tres compañeros, uno de ellos es la niña, se conoce porque no iba en camuflado, cada uno lleva un fusil y se internan en la selva, todos hacíamos nuestras labores, de pronto se oye el sonido de un disparo, corremos a coger nuestras armas, miramos hacia el monte y nos atrincheramos esperando un ataque del ejército. Aparecen dos de ellos, cada uno con su fusil y el otro lo traían terciado sobre la nuca, con sus cabezas bajas y sin musitar palabra pasaron directamente a la comandancia. Todos nos miramos con tristeza.

            El espectro de una persona aparece en la puerta. Cuando miramos era del que los comandaba, estaba en posición de descanso, sus manos sostenían el fusil, el pantalón lo tenía metido dentro de las botas, sus ojos rojos aun con sueño nos miran con resentimiento y sin hablar, la sorpresa nos congela, no sabemos qué decir ni qué hacer, de pronto irrumpe uno de sus guardaespaldas, ordena que le sirvamos, nuestros movimientos son torpes, tardamos en hacerlo, él toma su plato y lo pasa al otro que está fuera de la cocina, este lo prueba y lo devuelve; come pausado, con desconfianza, nos mira con sus ojos de ratón como cuando va a salir de la cueva porque ya no está de pie, esta acurrucado dando la espalda a la pared. Sale. Comienza a impartir órdenes.  Todos van en fila india y se pierden en el monte como llegaron.

In Memoriam

Carlos Orlando Posada Ortiz nació el nació el  21 de Marzo 1953 en Armenia, pero desde niño fue a vivir a Ibagué. Nunca terminó sus estudios universitarios pero creció de la mano de los libros. Sus escritores favoritos fueron León Tolstoi, Fiódor Dostoyevski, Bertolt Brecht, Edgar Allan Poe, Gabriel García Márquez y William Ospina. Con los años se convirtió en un joyero admirado  en por los artesanos de La Candelaria en el centro histórico de la ciudad, donde trabajó durante más de 30 año y para quienes lo conocieron hizo de su trabajo un arte. Desde el 17 de Febrero 2012 y hasta el último 13 de Mayo 2014 escribió historias como colaborador de El Espectador.

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