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Cínicos y moralistas

¿Alguna vez ha incumplido una norma? o ¿irrespetado un acuerdo? O ¿dicho una mentira? Seguro que sí, y yo también, y podemos suponer que casi todos los seres humanos –excepto si son dioses o sicópatas- lo han hecho a lo largo de su vida.

Ahora bien, esto no ni raro –es decir, no es extraño, ni fuera de lo común- ni tampoco es terrible –mejor dicho, que las consecuencias sociales del incumplimiento ocasional de algunas normas las puede asumir una sociedad sin muchos traumatismos-, sin embargo, dos posturas históricas han hecho que la discusión sobre el cumplimiento e incumplimiento de normas en Colombia se haya polarizado (ese viejo deporte nacional) en dos extremos: el cinismo y el moralismo.

Esto fue lo que sostuvo Mauricio García Villegas en una reciente conferencia sobre anomia en el evento de egresados de la Universidad EAFIT, “Al Campus 2015” y que retomaba una idea presentada en la columna “El derecho y la ética”: que las discusiones y debates nacionales sobre la legalidad se han corrompido por las posturas opuestas del cinismo, que afirma que las personas –sobre todo los colombianos- estamos condenados a incumplir, y que el Estado ha sido tradicionalmente incompetente al momento de detener esta disposición deshonesta. Y en el otro extremo el moralismo, que se sustenta en que solo por medio del estricto cumplimiento de todas las normas –por absurdas que sean- la sociedad puede asemejarse a una visión idealizada de los ciudadanos y los seres humanos.

La primera es la postura de muchos intelectuales, que al coquetear con el determinismo dejan muy poco margen de maniobra para hacer propuestas. El cinismo en este caso es resignación, la idea de que no debemos hacer nada porque no hay nada por hacer. La segunda es la postura de muchos políticos y líderes sociales, particularmente legisladores y religiosos –como nuestro actual Procurador, aunque uno podría decir que Ordoñez tiene toda la pinta de un cínico disfrazado de moralista, pero eso es otro tema-, y se apega a una postura fundamentalista del cumplimiento que no solo no tiene representación en la realidad, sino que no admite otras opciones que la coerción para promoverlo.

Y esta dicotomía entre cínicos y moralistas nos ha dejado de herencia la única alternativa medianamente aceptable para ambos extremos: el populismo y el extremismo punitivo, es decir, la idea de que con penas duras y aproximaciones coercitivas las personas –que son “malas por naturaleza”- corregirán sus comportamientos. Pero esta manera de intervenir el problema del incumplimiento no solo choca con realidades como la competencia desigual entre reglas formales e informales en el nivel comunitario, sino que resulta terriblemente costosa en recursos y suele ser bastante torpe para incentivar el cumplimiento.

García Villegas proponía, como diálogo entre ambos extremos, la consideración del “cumplimiento ciudadano”, es decir, una postura intermedia que acepta que las personas hacen trampa en algunas circunstancias, pero que no son “casi todos malos, casi todo el tiempo”, y que aunque la promoción del cumplimiento necesita de un Estado fuerte y de leyes claras, reconoce que el Derecho Penal es la peor herramienta de cumplimiento.

Mejor dicho, asumir que si vamos a tratar con ciudadanos, debemos aceptar que la realidad no es el caos natural de los cínicos, ni el control celestial de los moralistas, y que es en esa compleja amalgama de reglas y personajes que pueblan las calles que podemos entender por qué a veces las personas cumplen y por qué a veces no. Y de pronto, con esfuerzo, ingenio y realismo, podamos promover que pase un poco más lo primero y un poco menos lo segundo.

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