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José Saramago, el origen de sus desengaños

José Saramago
La felicidad de su primera novia reflejada en su sonrisa

El escritor portugués, cuyo verdadero nombre debió ser José de Souza, encontró en su infancia y adolescencia las imágenes y sensaciones que lo llevarían a escribir, pasados muchos años, su obra. Este es un recuento de esas historias.

Fernando Araújo Vélez *

Lo que había sido una difusa imagen, una fracturada y tormentosa visión de un santo que acariciaba su propia cabeza entre sus brazos, lo persiguió por años y décadas y  terminó por convertirse en el origen de su primera novela, Memorial del convento, y en la razón para vivir por y de la literatura. José Saramago había ido con sus padres a la población de Mafra, distante  unos cuantos kilómetros de su natal Azinhaga, en el auto de un amigo a quien jamás volvió a ver. Una de las visitas obligadas era la iglesia. Allí, al lado del Evangelio, como escribió que se llamaba una de las capillas de la basílica, Saramago vio la estatua de San Bartolomé.

En un principio no le prestó mayor atención. Pasados unos instantes, unos diminutos instantes que fueron inmensos, observó que el santo estaba degollado.  “Cincuenta años más tarde –escribió-, hacia 1980 ó 1981, contemplando una vez más la pesada mole del palacio y las torres, les dije a las personas que me acompañaban: ‘Un día me gustaría meter esto dentro de una novela’ “.

Por aquellos años adolescentes Saramago apenas había tocado, sentido y leído un libro, A Toutinegra do Moinho de Émile Richebourg, que comenzó a apasionarlo por las palabras.  Otro, que en realidad no era un libro sino una novela del  Diario de Noticias que luego, muy luego, años 60, dirigiría con acento comunista, y era  escrita por capítulos, lo había transportado al mundo de las ficciones y las injusticias. Se titulaba María, a fada dos bosques.

“María-relataría Saramago- había sido encarcelada en los lóbregos subterráneos del castillo de su mortal enemiga, y ésta, como si todavía necesitara confirmar lo que los estimados lectores, por los antecedentes, ya conocían de sobra, o sea, el pésimo carácter con que había sido dotada al nacer, se aprovechó de que la pobre doncella era lo que se dice una prenda en las artes y otras femeninas labores, y le ordenó, bajo amenaza de los peores castigos conocidos y por conocer, que trabajara para ella. Como se ve, aparte de malvada, explotadora”.

En ella, por ella, y de la voz de una vecina que leía todas las tardes el periódico pues era la única que en su casa de realquiler tenía  algún dinero para suscribirse, Saramago aprehendió la íntima relación entre hombre y explotación, palabras y realidades, o entre lo imaginado y lo que tocaba y respiraba todos los días, eso que llamaban el mundo y que él vio tan sucio como lo vería toda su vida una tarde en la que llevaba un globo de colores atado a su mano.

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Saramago en la escuela

Su madre se lo había regalado como excepción de excepciones. Él sintió que guiaba el mundo a través de la cuerda que ascendía hasta el cielo. Tenía cinco o seis años. Saltaba, caminaba, corría por la zona del Rossio en Lisboa. De pronto sintió que dos señores se reían muy cerca de él. Dio media vuelta y se los encontró. Sí, se reían de él. Se reían porque su globo estaba desinflado desde hacía quién sabía cuánto. “El globo se había vaciado, iba arrastrándolo por el suelo sin darme cuenta, era una cosa sucia, arrugada, informe (…). Ni siquiera lloré. Solté la cuerda, agarré a mi madre por el brazo como si fuese una tabla de salvación y seguí andando. Aquella cosa sucia, arrugada e informe era realmente el mundo”.

Ese fue su mundo, un eterno desbaratar imágenes y supuestas certezas a con su única arma,  las palabras. Un desilusionarse de todo y de todos. Un descubrir que los humanos, como su mundo del globo, eran sucios e informes. “Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay”, diría algunos años más tarde en un tono acorde con su obra, madura, asentada, profunda y real, más allá de que algunos críticos la hayan considerado escéptica. Saramago publicó su primera  obra en 1947, Tierra de pecado.Tenía 22 años. Desde entonces dejó de publicar. Vivió. Se opuso a la interminable dictadura de Antonio de Oliveira Salazar, quien gobernó desde  1932 hasta 1968 y fue sucedido por Marcelo Caetano.

Fue traductor y activista, perseguido y ultrajado.  Se declaró disléxico y amante del cine cómico. Trabajó en una herrería y en un juzgado, escribió para revistas clandestinas, se afilió al Partido Comunista,  lideró revueltas, participó de reuniones subterráneas e intentó convencer a quien lo escuchaba de que “La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva”.

“He sido poeta alguna veces”, admitió años atrás, medio irónico, como si escribir “Somos cuentos de cuentos contando cuentos, nada”, fuera una máscara de poner y quitar. La verdad es que fue poeta toda la vida, desde aquella vez cuando su madre le regaló un desmembrado libro titulado Misterio de un Mohíno para celebrarle con ese poco o mucho de dignidad de los pobres su cumpleaños número 15. Su primer poema  se lo escribió a una muchacha con la que luego, muy luego, se casaría, Ilda Reis. “Cautela, que nadie oiga/el secreto que te digo:/ te doy un corazón de loza/porque el mío va contigo”.

Sus  primeros versos los publicó casi 30 años más tarde. Se llamaban Os poemas Possiveis. Allí hablaba de anhelos y compromisos viejos, muy viejos, de cuando era casi adulto y creía que algún día sería posible decirlo todo. “Que quien se calla cuanto me callé/ No se podrá morir sin decirlo todo”. Ya por aquel entonces, Saramago sufría la dictadura de Antonio Oliveira Salazar. Redactaba panfletos en contra de quien se asociaba con Hitler y Franco bajo el pretexto de saldar la deuda externa portuguesa, y se reunía con algunos “camaradas” en descascarados sótanos donde la policía no los pudiera encontrar.

Saramago estaba en todas las listas negras de los servicios de secretos de inteligencia. Su pecado oficial, haber elogiado a García Lorca, a Miguel Hernández y a Machado. O, sencillamente, escribir. Sus propias palabras lo perseguían. Eran su sombra, su ilusión y su deber.

En 1974 fue feliz un día, cuando la Revolución de los claveles de la que él hizo parte  derrocó el régimen militar. Seis años después, por fin, pasados tantos tiempos de anotaciones, pensamientos, lecturas y rebeliones y poemas, publicó Alzado del suelo. Luego, en 1982, Memorial del Convento, y en el 84, El año de la muerte de Ricardo Reiss, su homenaje a Fernando Pessoa, quien en 1935 abandonó a su personaje, Ricardo Reiss, en Brasil, “con las prisas de su propia muerte, que por entonces llega”, como diría en 1999 el catedrático José Luis Santos, de la Universidad de Coimbra, para que Saramago fuera a buscarlo.

Lo encontró muchos años más tarde. Lo rescató de su insólita orfandad, y le certificó su vuelta a Portugal, a la Lisboa entonces entristecida de represiones. Fue la recuperación de aquel heterónimo expatriado el eslabón que unió a Saramago, por libre decisión de éste, con la tradición pessoana. En El año de la muerte de Ricardo Reiss habló con Pessoa, discutió con él. “Solitario es estar donde ni nosotros mismos estamos”, le replicó, creyendo que así lo silenciaría. Sin embargo, Pessoa jamás se iba, simplemente porque siempre fue el poeta que le mostró el camino, el referente sobre todos los referentes. Amor, odio, ternura y alivio. En últimos, quien lo convenció de que “Somos cuentos de cuentos, contando cuentos, nada”.

Una tarde de la época en que su padre se había trasladado a Lisboa para enrolarse en la Policía, años 30, el pequeño Ze vio que llegaba a su casa un señor ciego, un muchacho en realidad de veintitantos años que le olía a rancio y le repelía por sus maneras, sus palabras y gestos. El tipo lo abrazaba cada vez que se emocionaba. Saramago se paralizaba. “Lo que más me desagradaba de él era el olor que desprendía, un olor a rancio, a comida fría y triste, a ropa mal lavada, sensaciones que en mi memoria quedarían siempre asociadas a la ceguera y que probablemente se reprodujeron en el Ensayo (sobre la ceguera)”.

Pese a la repulsión que le causaba aquel ciego de nombre Julio, solía ponerse a su lado cuando veía que se preparaba para escribir. “Colocaba una hoja de papel grueso, el apropiado, entre dos bandejas de metal y después, velozmente, sin dudar, se ponía a picarlo con una especie de punzón, como si estuviera dotado de la vista más perfecta del mundo. Ahora quiero imaginar que Julio tal vez pensara que aquel escribir era una forma de encender estrellas en la oscuridad irremediable de su ceguera”.

Para Saramago, escribir también fue una manera de encender estrellas en un mundo trastocado desde su nacimiento, o desde mucho antes, porque ni siquiera lo bautizaron con el nombre que le correspondía. Su padre había acudido a inscribirlo en el registro civil de Golegá, pero cuando llegó, el funcionario de turno estaba borracho y decidió cambiarle el aburrido José de Souza, o simplemente Souza, por Saramago. “Finalmente –confesaría- gracias a una intervención a todas luces divina, no tuve la necesidad de inventar un pseudónimo para, habiendo futuro, firmar mis libros”. Pasado el tiempo, fue su padre quien tuvo que cambiar de apellido. Olvidar y arrojar el Souza y ponerse el Saramago, una mata silvestre de Azinhaga. Nadie le creía que fuese quien decía que era.

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Los padres de Saramago en una foto de estudio

Su fecha de nacimiento también fue trastocada. Nació el 16 de noviembre de 1922. No obstante, en su partida decía que había sido el 18, pues don José tenía que registrarlo, como mínimo, 30 días después de su nacimiento y se iba de viaje. No volvería en el plazo estipulado y tendría que pagar una multa que, por otra parte, o, fundamentalmente, no tenía cómo cancelar.  La ambición no hacía parte de sus vidas, o por lo menos, no la ambición de las cosas tangenciales, contables. No la del poder ni la de los dioses.

Por ello, en el Evangelio según Jesucristo, año de 1991, el Dios de Judea de Saramago le explicaba a Jesús  que el poder que éste tendría, “Es por ejemplo, ver, siempre, cómo te veneran en templos y altares, hasta el punto, puedo adelantártelo ya, de que las personas del futuro olvidarán un poco al Dios inicial que soy yo, pero eso no tiene importancia, lo mucho puede ser compartido, lo poco, no”.  Para Saramago, los dioses fueron siempre ambiciosos, siempre injustos, siempre soberbios.

“¿Ayudar a qué?”, le preguntaba Jesús a su creador en el Evangelio dentro de una barca alejada de las orillas, de los humanos y sus miserias. Hablaban sobre la razón de ser de Jesús, sobre el por qué de su sacrificio. Él, Jesús, quería saber. Dios le respondió: “A ampliar mi influencia para ser Dios de mucha más gente (…). Si cumples bien tu papel, es decir, el papel que te he reservado en mi plan, estoy segurísimo de que en poco más de media docena de siglos, aunque tengamos que luchar, yo y tú,  con muchas contrariedades, pasaré de dios de los hebreos a dios de los que llamaremos católicos, a la griega”.

Luego le explicó que su papel en el gran plan sería el de mártir. “El de mártir, hijo mío, el de víctima, que es lo mejor que hay para difundir una creencia y enfervorizar una fe”. Después le dijo que moriría de la forma más dolorosa e infame, “para que la actitud de los creyentes se haga más fácilmente sensible, apasionada, emotiva”, y por último, le confirmó que fallecería en la cruz. Jesús quiso renunciar a su destino. Fue rebelde ante Dios, su padre, quien le respondió “Todo cuanto la ley de Dios quiera es obligatorio”.

Después, derrotado, indefenso, preguntó por qué lo necesitaba a él: “Con el poder que sólo tú tienes sería mucho más fácil, y éticamente más limpio, que fueras tú mismo a la conquista de esos países y de esa gente”. Dios le respondió “No puede ser, lo impide el pacto que hay entre los Dioses, ese sí, inamovible, de nunca interferir directamente en los conflictos, me imaginas acaso en una plaza pública, rodeado de gentiles y paganos, intentando convencerlos de que el dios de ellos es un fraude y que el verdadero Dios soy yo”.

Su punto final fueron muchos puntos finales. De Souza, Saramago, el amor, los versos, el comunismo, el Nobel de 1998, Todos los nombres y los nombres que buscó cuando indagaba por su hermano muerto a los cuatro años en notarías y cementerios, El hombre duplicado, el Viaje del elefante, Las intermitencias de la muerte, la muerte, su muerte, que apenas fue un punto más de su inmortalidad, o el primer punto de ella.

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